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Gonzalo Muñoz Barallobre
Alegría Trágica
© Gonzalo Muñoz Barallobre, 2011
Editor: Bubok Publishing S.L.
ISBN: 978-84-9981-652-4
Al lector
Este pequeño ensayo tiene como pulso una idea
tan sencilla como olvidada: a vivir hay que
aprender. De ese “aprender a vivir” se ocupa la
Filosofía.
El sentido de nuestra búsqueda es encontrar la
felicidad que nos es posible: la serenidad,
entendida como ausencia de miedo. Ausencia que
nos abre a lo presente y nos entrega lo cotidiano,
el día a día, dotándonos de la capacidad de gozar
con lo próximo, con lo cercano: una buena
película, una conversación, un libro, un paseo
nocturno…
Bienvenidos a un pensamiento que se ancla en lo
frágil y en lo efímero. Un pensamiento que tiene
como fruto la sabiduría de no olvidar, como dice
1
La trinidad humana. Tres son las llaves del
hombre. La trinidad humana la forman: el deseo,
la esperanza y la fe. Deseamos objetos o seres
vivos. Pero el deseo no sólo va de dentro a fuera.
También va de dentro hacia dentro: nos deseamos
a nosotros mismos. Tenemos la esperanza de
lograr lo que deseamos, y, de alguna manera,
conquistarlo. Pero el término conquistar no se
debe entender como hacerse propietario de algo. Y
es que nada puede pertenecernos del todo.
Contra los pensamientos que satanizan al deseo,
que lo persiguen como al peor enemigo, y contra
aquellos que persiguen a la esperanza1, nos
levantamos. No se puede vivir sin deseo –desean
no desear- y sin esperanza –tiene la esperanza de
perder la esperanza-. Las cosas no son tan
sencillas. Detrás hay un engaño profundo. El
deseo y la esperanza son el mismo motor de
nuestra vida. Su energía exuberante.
2
Sobre el miedo al dolor. El miedo al dolor no
puede ser la piedra angular de ningún sistema. El
dolor es necesario. El dolor somos nosotros
mismos. Pretender evitarlo es como intentar
despistar a nuestra propia sombra.
Debemos, sin maniqueísmos, sin dualismos,
abrazar todo lo que somos, todo lo que nos
conforma, sin hacer excepciones. Todo depende
de todo, la belleza de la fealdad, el placer del
dolor, lo bueno de lo malo... Hay que perder el
pensamiento que busca dualidades simétricas. No
satanizar. No perseguir. Asumir la totalidad del
ser.
El deseo y la esperanza no pueden, eso es
imposible, ser eliminados, deben ser educados.
Hay que trabajar con ellos y sobre ellos.
Enseñarles a ocupar su medida. A que se ajusten a
lo real. Enseñarles a ser “justos”:
“Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos,
sino en admitir que el mundo no está obligado a
colmarlos”2
3
Tener fe en nuestra propia muerte. Hemos dicho
que tres son los motores de lo humano: deseo,
esperanza y fe. Hemos hablado de los dos
primeros y ahora es el momento de hablar del
tercero: de la fe.
¿En qué debemos tener fe? En nuestra propia
muerte. Pero que nadie se asuste, no pretendemos
ninguna tanatofilia. Hablamos de la muerte porque
sin ella no podemos pensar la vida. Es necesario
asomarnos a ella, zambullirnos en su densidad,
para poder sacar, como si de una perla se tratara,
una idea adecuada de la vida.
4
Vida y muerte. Sólo cuando uno cree en su propia
muerte puede empezar a vivir. Así es, no hay otra
manera de “medirnos”, es decir, de hacernos
cargo de lo que somos. A la luz de la muerte se
nos revele el perfil exacto de la vida.
Pero antes de seguir es necesario precisar que no
hablamos de la muerte como algo que se opone a
la vida:
“La muerte “está en” la vida; es algo que acontece a la
vida. Por consiguiente la muerte y la vida no
constituyen dos términos homogéneos, en un mismo
plano ontológico, sino que la vida está en el plano
ontológico más profundo, el absoluto, el plano del ente
auténtico y absoluto, mientras que la muerte es algo
que acontece a la vida, “en” la vida.3
5
Ser-en-la-muerte. Pero tampoco debemos
entenderla como la entienden ciertos
existencialismos: como un horizonte o un puerto
hacia el que vamos. No somos seres-para-la-
muerte. Somos seres-en-la-muerte. No vamos
hacia ella. Estamos en ella. Por eso lo que más
miedo nos da no es tanto la muerte misma como la
permanente posibilidad de morirnos.
Tener fe en la muerte es saberla cerca. Es
obligarnos a vivir con urgencia. En cualquier
momento puede sobrevenir y llevarnos. Y es que
abrazar la muerte, asumirla, es condición de
posibilidad para perder el miedo hacia ella y, en
consecuencia, para poder empezar a vivir de una
manera plena. Esta idea es la que da sentido a la
mayoría de rituales iniciáticos.4
No podemos vivir de espaldas a ella. Esto es lo
que se da en nuestras sociedades. La muerte como
algo obsceno que debe estar fuera de la vista vital.
Por eso los cementerios crecen lejos de las
ciudades. A las afueras. Nadie quiere una casa con
vistas a las tumbas, pero tal vez, esa sea la mejor
manera de reconocer nuestra medida y así poder
vivir de una manera armónica con ella. Abrazar a
la muerte es entregarnos a la vida. Es obligarnos a
vivirla de una manera plena. La cura perfecta de
toda pérdida de tiempo. De toda entrega vana. De
todo postergar el empezar a vivir. Es llevar en el
pecho y, por tanto, como una canción ambulante,
el siguiente principio mágico:
Si no es ahora cuándo.
Si no es aquí dónde.
Si no eres tú quién.
6
Tempus fugit. La mayoría de las tumbas del
cementerio parisino de Père-Lachaise están
coronadas por un reloj de arena con alas de
murciélago. Esta imagen representa la vieja
fórmula latina “Tempus fugit”. ¿Por qué coronar
con esa frase una lápida cuando podemos coronar
con ella nuestra vida?
Todos hemos sentido la verdad de esta frase, su
peso, su vigencia, pero el caso es que pronto la
olvidamos. Vivimos de espaldas a ella aún
sabiéndola verdadera. Algo grave pasa cuando se
vive lejos de los conocimientos más evidentes.
Algo grave: un ejercicio vital de falsificación, de
huida.
Hacemos que vivimos pero no vivimos. Nuestra
actividad, frenética y desordenada, se convierte en
un ruido capaz de sepultar lo esencial. Nuestro
tiempo arde iluminando preocupaciones vanas,
tareas superfluas, problemas triviales. Nos
perdemos detrás de una acción ciega, incoherente
con lo que somos, con nuestra medida. Una acción
que va a contrapelo con lo poco que podemos
revelar de la vida. Una acción incoherente con
nuestra verdad más íntima, que choca con ella
produciendo una desarmonía chirriante que nos
seca y nos agrieta.
Hacer que vivimos. Nunca vivir. Para luego
quedar sellados por una angustia latente y
profunda que nos recorre como si de un río
subterráneo se tratara. Y cuando se acerque el
final de nuestros días sólo seremos capaces de
confesar lo lejos que hemos estado de nosotros
mismos.
7
Temer a la muerte es temer a la vida. Dice
Epicuro: “La muerte nada es para nosotros, porque
mientras nosotros existimos la muerte no está presente,
y cuando está presente somos nosotros los que no
estamos. Por tanto, la muerte no tiene nada que ver con
los vivos ni con los muertos, justamente porque no
tiene nada que ver con los primeros, y los segundos ya
no existen.”5
Además, algo sabemos de ella: ya la hemos
derrotado una vez, venimos de la Nada:
“Miro hacia atrás: ¡Qué nimio fue para nosotros
todo el tiempo antes de nuestro nacimiento!
Es como un espejo vacío donde se refleja
lo que será el tiempo que suceda a nuestra muerte.
¿Quién advierte en él lo horrible o que parezca triste?
¿No es acaso un reposo más dulce que un sueño?”6
Eso es, ya la “conocemos”, venimos de su vientre
y de éste, desconocemos el porqué, hemos salido
emergiendo a la vida. No hemos sido arrojados a
ésta, hemos sido llamados a vivir, a participar en
el gran ciclo de la Naturaleza –entendida como
physis-, a derramar nuestra vida alimentándola.
Ella nos lo dio todo y deberemos devolvérselo.
Que nadie se sienta propietario de nada. Toda
vida, tan sólo es un préstamo. Un préstamo que
debemos devolver.
Entre todas las respuestas, hay una que
retorciéndola un poco, obligándola a hablar, me
interesa de manera especial. Aparece en
Conversaciones con un filósofo y la da un Marcel
Conche ya anciano:
“Temo el momento de morir, sobre todo, porque no
tengo ni idea de la prueba que va a suponer; pero en
cuanto a la muerte, me burlo un poco de ella. Si tuviera
que personificarla, más bien me daría lástima. Porque,
¿qué podría hacerme la señora Muerte? Llega
demasiado tarde: he vivido.”7
Estas palabras están llenas de vitalidad y, por ello,
tienen mucho que ofrecer a nuestra búsqueda. Ya
he vivido. Estoy viviendo. No tengo miedo de la
muerte. Ya la “conozco”. Vengo de su vientre.
¿Dónde estábamos cuando Julio César cruzaba el
Rubicón? Ahora estoy aquí, en la vida, y sé, eso lo
sé con certeza, que no quiero vivir con miedo,
deseo no hacerlo. Algún día, no sé sabe cuándo,
volveré a ella, pero ahora estoy vivo y voy a vivir
porque esa es mi tarea. Y así, cuando llegue, no
me podrá arrebatar nada, porque nada será mío,
porque yo mismo no soy nada y, eso también lo
sé, en verdad no me pertenezco. Y es que temer a
la muerte no es más que temer a la vida. Prometo
tenerla presente pero para poder empezar a vivir,
no para temblar. ¿Por qué iba a hacerlo si la
muerte es la disolución, esto es, el estado en el que
ya nada acontece porque no hay un centro que
unifique, y padezca, el acontecer?
Prometo tenerla presente para imprimir potencia a
la vida, no para debilitarla ni para intoxicarla a
causa de un miedo que nace de la violencia de un
ego enloquecido, de un espejismo que demanda
ser la realidad misma. ¡Qué escena tan penosa y
tan lejana de la sabiduría que pretendemos!
Dice Lucrecio:
La muerte no es nada para nosotros, ni en nada nos
afecta/ porque nuestro espíritu es por entero de
naturaleza mortal./ Al igual que en el pasado no
sufrimos en absoluto cuando los cartagineses se
abalanzaron sobre Roma […],/ así también, a nuestra
muerte, cuando el cuerpo y el espíritu/ rompan la
unidad viviente que nos constituye,/ nada podrá
entonces acaecernos, a nosotros/ que ya no seremos, ni
estimular nuestros sentidos,/ ni siquiera el fin del
mundo, en que tierra y cielo se mezclan…/ porque para
que pudiera darse algún dolor futuro,/ necesitaríamos,
para sufrirlo, seguir estando vivos./ Porque la muerte lo
excluye al suprimir precisamente/ a quien se supone
que habría de padecerlo,/ es evidente, pues, que nada
hay en la muerte que temer,/ pues quien ya no existe no
puede padecer desdicha,/ y que ya no importa haber
nacido o no/ si la muerte inmortal nos ha arrebatado la
vida mortal.”8
¡Qué lucidez la de este poeta! En sus versos el
epicureismo alcanza una luminosidad y
voluptuosidad inigualables. Pero algo debemos
decirle al poeta que canta “si la muerte inmortal
nos ha arrebatado la vida mortal”, la muerte no
arrebata nada porque nada es nuestro. Como ya
hemos dicho la vida sólo es un préstamo. La
muerte tan sólo se ocupa de recuperarlo. Nada
hay de violencia en ella. Es algo natural y
necesario para que el curso de la vida pueda
continuar. Es una su aliada, no su enemiga, por
eso decimos que no es su opuesto sino algo que
acontece dentro de ella.
8
Enfermedad. Habrá que distinguir grados, pero
aquí hay un abismo. Lo que parece claro es que
uno debe cuidarse, hay mucho en nuestras manos,
cuidar la cabeza y, esto se olvida a menudo en
filosofía, cuidar el cuerpo –¡el pensamiento es su
efecto!-.
Uno no puede elegir lo que le ocurre pero si puede
decidir cómo sobrellevarlo. Es aquí donde
debemos centrarnos. La enfermedad existe, está
presente e insiste. Ahora bien, la actitud ante ella,
temerla o no, saber soportarla, depende de
nosotros y es decisivo. No se puede vivir asustado
o soñando curas milagrosas.
Hay personas que persiguen, como antaño los
alquimistas con la piedra filosofal, el modo de
burlar a la muerte. Todo eso es fantasía y me da
hasta lástima: no han aprendido nada de las
infinitas lecciones que nos ofrece, a diario, la
Naturaleza. Todo está diseñado para morir. El
buen curso de las cosas requiere de la muerte. Y es
que la misma Tierra que nos alberga encontrará
un día su fin. El Sol, la raíz misma de la vida sobre
nuestro planeta, terminará apagándose,
cumpliendo así con su destino de estrella. Y su
muerte podrá ser el origen de un agujero negro.
Con él un abismo nacerá y, con el ritmo de un
baile lento, irá atrayendo hacia sí toda la materia
que lo rodea y devorándola. Ni siquiera la luz
escapará a su voracidad.
9
Invertir a Pascal. Lo que más me interesa de los
agujeros negros, aparte de la fascinación que su
naturaleza despierta en cualquier persona que se
detenga un poco a pensarla, es la idea que de ellos
nos dan algunos astrónomos9: no son tumbas de
materia sino el origen de un nuevo universo. ¡Qué
idea tan bella y exuberante! El universo sería una
gran muñeca rusa: universos dentro de universos
y así hasta el infinito. Esta imagen licúa, de un
solo golpe, nuestra arrogancia antropocéntrica. La
Tierra no es una mota de polvo dentro de un gran
océano: somos una mota de polvo dentro de un
océano que es una mota de polvo dentro de otro
océano y así hasta el infinito. ¡Cómo vibraría
Pascal con esta idea! ¡Los espacios infinitos se
disparan y rompen todo límite imaginable!
Pero yo no soy el pensador francés: no pretendo
provocar un vértigo en el lector para así poder
arrojarle, desesperado, a los brazos de Dios, en los
brazos de una idea. Se podría decir, me parece una
definición acertada, que lo que busco es invertir a
Pascal: habitar de una mera gozosa la realidad que
describe en sus Pensamientos. Abrazar nuestra
fragilidad, nuestra contingencia, lo efímero de
nuestra vida y el sinsentido de ésta. Abrazar para
vivir según nuestra medida y no según la medida
de un Dios que sólo es demostrable si la
indiferencia vale como prueba ontológica.
10
Nuestros mitos. Entre todas las propuestas que
traen bajo el brazo los astrónomos, hay una que
me maravilla de manera especial, y ésta es la que
dice que el universo, en los momentos posteriores
a la gran explosión, era completamente opaco. La
“materia”, por su temperatura y densidad,
impedía que la luz escapara. Habría que esperar a
que el universo recién nacido bajara su
temperatura y se extendiera rebajando así su
densidad. En este momento, ¡quién pudiera haber
estado ahí para verlo!, la luz pudo correr y todo se
hizo trasparente, tal y como lo conocemos ahora.
¡Qué metáfora tan preciosa de la lucidez! Nos
enamoran los mitos de la Grecia clásica, pero los
nuestros no se quedan nada atrás.10
11
Una idea del Ser. Si hurgamos un poco en la
reflexión que acabamos de hacer de los agujeros
negros y su sentido como origen de un nuevo
universo, encontraremos una idea muy precisa del
Ser: un niño que juega a construir y a destruir. Un
juego en sí y para sí. A esto es a lo que Nietzsche
se refería con “la inocencia del devenir”. Una
invitación única para, alejados de la sospecha y
del miedo, entregarnos a la vida de una manera
gozosa. Y es que en ella no hay nada personal.
Recordarlo es encontrar una senda idónea para
escapar del resentimiento y de la superstición.
Dicen que cuando Ibsen se enteró de que tenía un
cáncer de estómago dijo “nada es personal”. Esta
frase es hija de la lucidez y, por ello, está llena de
sabiduría: conoce el pulso de lo real. Tener esta
idea presente será decisivo para encontrar la
felicidad que nos es permitida.
12
El devenir: ni disolver ni coagular, simplemente
dejarse ir como un zapato flotando en el río.11
¡Qué definición tan magnífica del devenir! Todo
fluye sin desgaste. Sin pérdida ni encuentro. Una
erupción eterna que no baila ni consigo ni contra
sí. Sin fin ni finalidad. Como aquellos poetas cuyo
lema fue “el arte por el arte”, el universo puede
decir “la existencia por la existencia”.
Todo ve la luz y la oscuridad a través del juego
eterno de la destrucción y de la construcción. Un
ejercicio sublime y vertiginoso de creatividad. De
lucidez perenne. Todo vibra al ritmo de esa
tensión inmaculada, libre de cualquier intención,
inocente. Y en esta visión las palabras “sagrado” y
“misterio” toman significados nuevos. Brillantes,
intensos, infinitamente más pesados. Sagrado y
misterioso es el Ser porque no hay en Él ningún
sentido, es la libertad absoluta, la pura potencia y
la pura voluptuosidad entregadas a un juego
eterno. El Ser tiene una dimensiones
irrepresentables que todo lo desbordan, arrojando,
a cualquiera que se atreva a sumergirse en ellas, a
un infinito arcano. El enigma hecho luz y sombra.
El enigma encarnado jugando con su
impenetrabilidad. Con la alegría de saberse
indescifrable. Y cuando el pensamiento moja sus
delicados pies en semejante océano un escalofrío
recorre el cuerpo que lo alimenta. Una sensación
tan alegre como trágica toma la palabra y grita:
¡por ser nada lo soy todo! La excitación padecida
deja un temblor en las piernas y la convicción
secreta de que nunca uno se sentirá más vivo que
en ese momento.
13
La pregunta por el sentido. Sólo dentro de esta
“idea” del Ser –pongo idea entre comillas porque
el ser, en última instancia, no puede ser
conceptualizado- debe ser planteada la pregunta
por nuestro sentido.
Sabemos que la pregunta condiciona la respuesta,
por eso, creo que es una de las tareas más
importantes del filósofo, debemos preguntarnos
por la pregunta misma. ¿Cuál es el origen de la
pregunta por el sentido? Nuestro
antropocentrismo obsesivo. ¿Qué podemos
responder? Que la vida no tiene sentido. Pero
decir que la vida no tiene sentido no equivale a
decir que sea absurda. Identificar sinsentido y
absurdo es un error tan común como grave. Gran
parte de las interpretaciones nihilistas, en sentido
negativo, tienen como telón de fondo esa
identificación errónea. Sobre este tema Deleuze
ofrece una reflexión lúcida y esclarecedora en su
obra la Lógica del sentido.12
Pero nosotros queremos ir más allá y, por eso,
partiendo del enunciado “la vida no tiene sentido”
queremos desembocar en otro que nos parece más
apropiado: el sentido de la vida es vivirla. ¡Eso es!
Y es que nuestra tarea es vivir. Dice un cuento
persa “aunque ya seas anciano y nunca vayas a
comer de sus frutos, planta un olivo, porque tu
tarea es vivir”. Aunque se acerque el final de
nuestros días estamos obligados a vivir. Como
hemos dicho antes, la vida es nuestra tarea. Pero
alguien preguntará: “¿y todo lo que somos, lo que
hemos amado, lo que hemos hecho, lo que hemos
pensado, queda en nada?” No, queda en sí mismo.
El fuego no arde para calentar, arde para sí:
No es buscar con la boca de tigre el elixir sagrado,
ni tampoco sepultarnos en el tronco de un árbol,
ni sembrar esmeraldas en la cola del tiempo.
Es enseñarle al escarabajo a empujar una perla.13
Aprender a empujar una perla es aprender a
empujar nuestra vida por las venas del tiempo, y
así continuar con el gran ciclo de la Naturaleza.
Con el gran espectáculo del Ser. La gran hoguera
de la existencia, la gran llama de la presencia.
Siendo nosotros el lugar en el que ésta toma
conciencia. El lugar en el que el vértigo se encarna
y toma la palabra. Mecidos por el devenir inocente
rodamos por el tiempo, por su crepitar
incandescente, alumbrando con palabras, como
estelas de cometas, el silencio denso y opaco de los
espacios infinitos. De aquella medida que tanto
temblor imprimía a Pascal. Unos espacios infinitos
que nosotros utilizaremos como una gran caja de
resonancia en la que la existencia pueda dialogar
consigo misma. Y es que la brevísima luz que
somos tiene la capacidad de dilatar la oscuridad
hasta hacer crujir sus costillas. Efímera, sí, frágil,
también, pero por eso mismo única. Una joya que
brilla dotando de lucidez y palabra al corazón
mismo del Ser.
14
Frágil y efímera. Hablábamos del Ser, de la “idea”
que podemos sacar de Él: un niño que juega a
destruir y a construir sin fin ni finalidad. Y
apuntábamos el concepto nietzscheano de la
inocencia del devenir. Es el momento de saltar,
llevando esta idea en la memoria, dentro del día a
día y preguntarnos qué es lo que podemos sacar si
miramos con atención. El día a día es lo cotidiano.
Pues bien, lo que podemos sacar son las notas
principales de nuestra existencia: frágil y efímera.
Notas que debemos tener presentes para poder,
-algo apuntábamos al mencionar a Pascal- lograr
una manera de vivir que esté en armonía con la
realidad.
Estas dos notas que hemos extraído a través de
nuestra experiencia más directa: lo cotidiano,
deben ponerse en relación con un concepto que
aparecía al comienzo de nuestra reflexión: la fe en
nuestra propia muerte. Es decir, vivir sabiéndonos
mortales. Muerte como permanente posibilidad y,
por eso, como instancia que nos obliga a vivir con
urgencia, esto es, a inyectar potencia a la vida.
Pero cuidado, que nadie se tome la libertad de
reducir lo que estamos diciendo. Cuando decimos
“imprimir potencia a la vida” no estamos diciendo
que debamos entregarnos al riesgo y a la prisa. Y
es que nosotros pretendemos una sabiduría que
nos abra lo cotidiano permitiéndonos disfrutarlo
con calma, por eso, la prudencia, la economía del
placer y del dolor, ocupa un papel crucial en
nuestra propuesta. No hay nada más contrario a
nuestra sabiduría que arrojar la vida al riesgo de
la irreflexión. No buscamos un “carpe diem”
adolescente e inmaduro14. Frente a una agitación
frenética, el divertimiento que dirá Pascal,
buscamos una atención enfocada al instante capaz
de extraer toda su intensidad. No buscamos
suicidar las horas, sino llenarlas, lo máximo
posible, de vida y, sobre todo, de lucidez: la
capacidad de extraer de cada momento toda la
alegría posible.
15
Serenidad. ¿Qué es lo que debemos obtener de la
fundición de las notas de la existencia, de
asumirlas, y de la fe en nuestra propia muerte?
Una determinada actitud ante la vida: la conquista
del miedo15. Sabemos lo que somos, sabemos lo
que puede acontecer, no vivimos de espaldas a la
realidad, vivimos abrazando su pulso, es decir, en
armonía con ella. No jugamos a vivir: vivimos. La
conquista del miedo traerá bajo el brazo la única
felicidad que nos es permitida: la serenidad. Vivir
sin miedo de lo que pueda acontecer. Lo
conocemos, sabemos lo que puede venir, sabemos
que nuestra existencia se levanta, depende, de esas
posibilidades: la enfermedad permite la salud, el
dolor el placer, la muerte la vida, la fealdad la
belleza... Conocer nuestra medida es abrirnos a la
vida, a todas sus fuerzas intensivas, de una
manera plena, es dar un “sí”, absoluto y rotundo,
a todo, sin maniqueísmos, sabiendo que todo se
entreteje, que todo depende de todo y que estamos
inmersos en una danza en la que todo, por justicia,
puede sobrevenir. Lo sabemos y lo aceptamos. Por
eso, vivimos sin miedo y nos entregamos a lo que
venga buscando de nosotros la manera más justa
de recibirlo y, según esa medida, de actuar.
Sabemos que el miedo nace de la violencia, de la
violencia hacia el ser de las cosas.
Serenidad como ausencia de turbaciones. El
temblor desaparece dando lugar a un estado de
calma en el que las emociones pasan sin
arrastrarnos. “Pasar sin arrastrar” ahí está la clave
de lo que perseguimos. Las emociones, tanto las
negativas como positivas, no se pueden arrancar,
pero si podemos lograr que no nos arrastren,
dominarlas. Para eso, es imprescindible un estado
de serenidad que haga posible el control. En este
punto debemos recuperar la impersonalidad del
acontecer. Recordemos algo que ya decíamos:
nada es personal. Nuestro espíritu debe ser el cielo
en el que pasen las emociones sin que se queden,
sin rayarlo, como pasan las nubes. Pero no
hablamos de lograr la insensibilidad: hablamos de
saber recibir y soltar y, sobre todo, de no perder
nunca el control, de no dejarnos arrastrar.
Evidentemente, entendida así la serenidad, no se
trata de un estado cuya conquista sea algo
perenne, si no de un permanente esfuerzo por
lograrla. Y es que aunque parezca contradictorio
la serenidad sólo se logra a través de una tensión:
mantenernos en nuestra medida y abrazarla.
16
Heroicidad trágica. “Por eso, vivimos sin miedo y
nos entregamos a lo que venga buscando de
nosotros la manera más justa de recibirlo y, según
esa medida, de actuar.” A través de este
fragmento podemos llegar a lo que hemos
denominado como heroicidad trágica. Concepto que
se puede “resumir” con la siguiente frase: somos
lo que hacemos con lo que nos ocurre. Ahora, es el
momento de disolver un poco esa fórmula y
explicar lo que busca expresar.
Hace tiempo leí la siguiente definición de héroe:
“aquel en el que hay la menor distancia entre su
querer y su poder”. Al leerla por primera vez me
llené de rabia. Algo que me pasa con frecuencia
cuando hay una idea que no comparto pero no sé,
todavía, el motivo. Y es que la emoción va por
delante de la palabra, del pensamiento, luego hay
que enseñarla a hablar. Lo que esa emoción
gritaba, sin que yo pudiera entenderla, era: “¡esa
no es la definición de un héroe, es la definición de
un semidiós!”. Cierto, algo no funcionaba en esa
fórmula. Era necesario acuñar una nueva:
Héroe, aquel que conoce el abismo que hay entre
su querer y su poder y aún así, y por eso mismo,
decide saltar. Decide atreverse con sus propios
abismos. Saca de sí el coraje necesario para
enfrentarse aún cuando es consciente del océano
con el que se enfrenta.
¿Qué mérito puede tener Aquiles, en las costas de
Troya, degollando, sin ninguna dificultad, a
simples mortales? En Aquiles, no hay ninguna
heroicidad. Héroes serán los que aún sabiendo
que en el combate se van encontrar con él se
lanzan a la batalla y le hacen frente. Ni por un
momento pierden de vista quien es Aquiles, pero
su familia, su libertad, están en juego. Hay que
sacar todo y luchar contra ese semidiós.
Repetimos, conocen el abismo pero aún así
deciden adentrarse. Motivos no les falta y han
encontrado un valor profundo, casi sagrado. Un
valor que Aquiles desconoce por completo y que
nunca, por su naturaleza, llegará a conocer.
Algo parecido encontramos en el Libro de Job
cuando su desdichado protagonista, después de
haber perdido todos sus bienes, a sus hijos y haber
caído enfermo dice lo siguiente:
Pero yo quiero hablar con Shaddai,
deseo encararme a Dios,
(…)
Me ocurra lo que me ocurra,
agarraré mi carne con mis dientes,
pondré mi vida en mis manos;
aunque quiera matarme, lo esperaré,
pues pienso defenderme en su cara;
con eso me daría por salvado.16
“Me ocurra lo que me ocurra, agarraré mi carne
con mis dientes y pondré mi vida en mis manos”.
¡Magnífico! ¡Qué manera tan potente y plena de
ilustrar el concepto de heroicidad trágica! ¡Poner,
aún siendo conscientes del esfuerzo titánico que se
requiere, nuestra vida en nuestras manos! En esta
idea reside toda salvación posible.
Será en este concepto, en el de heroicidad trágica,
en ese querer poder, en donde resida la llave de
todo pensamiento. Debemos querer poder vivir
según las formulas que hemos encontrado y a las
que hemos dado un sí vital. Y es que a través del
querer poder tendremos que poner en armonía
nuestro ser, nuestro pensar y nuestro hacer.
Cuando hablábamos de la serenidad decíamos
que “no se trata de un estado cuya conquista es
algo perenne, si no de un permanente esfuerzo
por lograrla. Y es que aunque parezca
contradictorio la serenidad sólo se logra a través
de una tensión: mantenernos en nuestra medida y
abrazarla.” El motor de ese esfuerzo constante, de
esa lucha continua, de ese agón perenne, es la
heroicidad trágica. Sólo a través de ella se abre el
claro que hace posible que la alegría aparezca. Por
eso, cuando hablamos de ella debemos poner el
siguiente apellido: trágica.
¡Eso es! ¡Alegría trágica! ¿Acaso no es ese el
corazón mismo de la sabiduría que los griegos nos
entregaron? Una alegría que tendrá como raíz lo
que Nietzsche denominó como amor fati: amar la
vida tal y como es.
¿Puede haber una declaración más hermosa?
¿Pude haber una entrega más sublime que cuando
se dice: te amo tal y como eres y sólo te quiero
para quererte?
17
Sabiduría. Las ideas sólo tienen sentido si se
encarnan, es decir, si según su medida vivimos. Y
es que no hacemos filosofía para matar al tiempo.
Hacemos filosofía, así nos lo enseñaron los
primeros, para vivir. No buscamos datos,
buscamos fórmulas que puedan ser encarnadas,
esto es, fórmulas que nos ayuden a habitarnos y a
habitar lo real. Ideas para vivir, no para jugar, por
muy serio que se tome uno el juego. Esto, y no
otra cosa, es lo que los antiguos entendían por
sabiduría: un arte de y para la vida.
Sin duda, es aquí donde la Filosofía ha perdido
pié. Se ha enredado en un tecnicismo, en un
onanismo intelectual, premiando más la pirueta
conceptual que su valor práctico. Es en este punto
en el que no salen las cuentas y, como todo en la
vida, eso tiene un precio: ha quedado varada. Ya
no se busca en ella porque parece vivir y moverse
muy lejos de las preocupaciones más humanas.
¡Pero cómo ha podido pasar esto! ¡Ella que nació
de una exigencia esencial de búsqueda! Y es que
para llegar a esta situación ha habido que
intoxicarla mucho. Dormirla. Volverla
prácticamente inútil. Recuerdo la Filosofía que
vimos en Bachillerato, no era más que una
caricatura. Una burla académica. Una traición en
toda regla: su sentido, su urgencia, su pulso
emocional, se diluían en esquemas tan secos como
áridos. Disecada se presentaba como un juguete
en desuso, incapaz de entregarnos nada
vitalmente útil. Afortunadamente, ahí están los
libros para quienes salga a su encuentro. Los
originales. Sin intermediarios. Libros que ofrecen,
rebosando generosidad, los pensamientos de
grandes buscadores. De grandes artistas del
concepto. Luminosos o sombríos. Densos o claros.
De líneas rectas o barrocos. Y es que cada uno
hace andar a las ideas según su clima. Ese
movimiento es lo que se entiende como estilo.
¡Qué diferencia tan grande hay entre la calma de
Descartes y la angustia de Kierkegaard! ¡Del llanto
de Pascal a la voz escéptica de Montainge! ¡De la
rabia de Cioran a la ironía aristócrata de Platón!
¡De la puntualidad kantiana al pensamiento
intempestivo de Nietzsche! La lista es infinita… Y
es que queremos trasmitir la importancia de
acudir a los textos originales, de evitar, dentro de
lo posible, las reducciones académicas, el rigor
mortis de los esquemas. Amamos la filosofía y ese
amor nace de lo más íntimo de nuestra naturaleza.
Por ello, eso es lo que creemos, nadie que se acerca
de una manera adecuada a ella puede quedar
indiferente. Y es que ella sabe hablar a la herida
que somos.
Pero debemos confesar que no sólo los libros
salvan a la Filosofía. También hay personas que
tienen la capacidad de trasmitir las ideas. Personas
dotadas de uno de los dones más hermosos: la
alquimia de mantener la vida de una idea al
tiempo que la trasmiten. Como un trasplante de
corazón. Ellos son los cirujanos del concepto y su
encuentro siempre es decisivo, porque en sus
palabras el pensamiento se mantiene vivo. ¡Qué
explosión de alegría cuando los encuentras! ¡Una
sed feliz te recorre al tiempo que sigues el camino
que va abriendo su discurso!
18
Un efecto paradójico. “Admitir aquella fragilidad de
la que hablas en tus artículos, tenerla tan presente, te
transporta también a otra visión totalmente opuesta
aunque curiosamente unida: lo pesada que es la
existencia, la intensidad y la fuerza de algo tan frágil”.
Este pequeño texto, que corresponde a un
fragmento de mi correspondencia con un amigo,
nos muestra algo de sumo interés en lo que
deberemos detenernos.
Hemos dicho que nuestra vida se nos revela, a
través de lo cotidiano, como algo frágil y efímero.
Pero estas notas, a su vez, nos enseñan el valor
absoluto de nuestra existencia: única e irrepetible.
Un valor absoluto que hace que, en una especie de
visión mística, sintamos la eternidad del instante.
La densidad de lo leve. La intensidad oceánica del
momento, de lo frágil y efímero. A esa intensidad
debemos entregarnos para, atentos a lo cotidiano,
arrebatar a cada segundo todo lo que guarda, todo
lo que lo preña. Y es que cada uno que no
hagamos florecer será un paraíso perdido. El
paraíso exuberante de todo lo que conforma a lo
real. Sin excepciones, repetimos, sin
maniqueísmos: amamos la vida y nos entregamos
a ella. Sin dualismos. En un amor fati puro. En un
alegría inmaculada, trágica, por lo real tal y como
se nos muestra. Sin adornos. Sin mutilaciones.
Entender, emocionalmente, la intensidad de lo
frágil, de lo efímero, su peso, es nacer a nuestra
vida, es ser capaces de vivir sin falsificaciones, de
una manera auténtica, y así portar una alegría
trágica que nos acompañe por el camino, infinito e
impredecible, que va abriendo el acontecimiento.
Hablamos de un efecto paradójico, pero no
contradictorio. Las partes se encuentran
trenzadas. Abrazadas danzan en el vértigo que es
el devenir. Lo cruzan y lo fecundan en un
naufragio tan terrible como bello. Y en esa danza,
la razón, ese órgano diminuto y limitado, debe
zambullirse y dejarse llevar hasta desorientarse,
hasta que asuma su medida y aprenda a mostrar
el respeto que es debido a la grandeza de la que
formamos parte. Debe entregar sus armas para
acercarse sin hostilidad, sin violencia. No debe
tratar de dominar, sino sólo de enamorarse:
admirar, paralizarse, danzar con ella, saltar por
sus cumbres, juguetear en sus abismos, parpadear
al ritmo de su melodía, hasta que llegue el día en
que, felizmente, se diluya.
A esto lo llamaremos vivir sin miedo y, por lo
tanto, sin violencia.
19
Recapitulación. Recojamos los conceptos
principales: admitir la fragilidad y lo efímero de
toda existencia, tener fe en nuestra propia muerte
y mantener lo que hemos denominado como
heroicidad trágica.
Estas ideas se deben fundir y mezclar para dar
lugar a un elixir filosófico, una bebida que nos
entregue el objeto de nuestra búsqueda. Beberlo y
asimilarlo espiritualmente tendrá como efecto la
pérdida del miedo: al tomar conciencia de lo que
somos, de nuestra realidad más radical,
perderemos el temor. Ya no vivimos de espaldas a
la real y a nosotros mismos. Admitimos su pulso y
lo abrazamos. Hemos vuelto a nacer y ya nada nos
hace temblar. ¿Qué trae en su vientre la ausencia
de miedo? La serenidad, la única felicidad posible
para el hombre. Decir, además, que ella, el efecto
de la pérdida del miedo, es sólo accesible al
hombre. El resto de animales está condenado a
vivir en un temor incesante.
Llegados a este punto hay algo que, por su
importancia y radicalidad, debemos decir: no
todos estarán preparados para vivir según nuestra
propuesta. Y es que, eso es lo que pensamos, la
Filosofía, tal y como nosotros la entendemos:
búsqueda de una sabiduría, de una arte de la vida
y para la vida, no es para todos. Que uno entienda
una filosofía no quiere decir que sea capaz de vivir
según sus formulas. Lo hemos dicho ya y lo
repetiremos todas las veces que hagan falta: no
pensamos para entretenernos, pensamos para
vivir, porque a vivir hay que aprender y no todos
serán capaces, por falta de voluntad, desidia,
pereza… de emprender el esfuerzo que es
necesario. No todos serán capaces de vivir con la
heroicidad trágica como centro, es decir, con el
querer poder como imperativo. No es para todos
porque no todos están dispuestos a entregar lo
que ella pide. Y es que a la hora de hacer Filosofía,
de aprender a vivir para vivir según lo aprendido,
no todos querrán dar lo que ella exige: abrirse en
canal y hurgarse, por mucho que duela, hasta
encontrar las respuestas a base de arrastrar las
preguntas por el espíritu.
20
Atención: ser artesano del instante. Decíamos que
aprender, vitalmente, nuestra medida nos otorga
la ausencia de miedo, la serenidad. Ahora
hablaremos de lo que ella nos ofrece: la atención.
Y es que la serenidad florece regalándonos la
posibilidad de vivir atentos. La atención es la
apertura, intensa y plena, al presente. Un estado
de lucidez que nos permite vivir centrados y fijos
en la corriente del tiempo. Vivir conectados al
instante permitiéndonos extraer y entregar lo
máximo posible.
Leamos el siguiente cuento:
“Entre el pueblo judío, había un sabio que gozaba de ser
el hombre más feliz de entre todos. Un día, le invitaron
a comer. El sabio aceptó la invitación y se presentó en el
lugar y la hora acordada. Una compañía abundante y
una mesa repleta de manjares le estaban esperando. El
sabio llegó, se sentó, comió en silencio, charló un poco y
se levantó para irse. Cuando estaba en el umbral de la
puerta, uno de los invitados le preguntó ¿Cuál el
secreto de tu felicidad? A lo que el rabino contestó
“cuando me siento, me siento; cuando como, como;
cuando charlo, charlo; cuando me levanto, me levanto;
y cuando me voy, me voy.” Los presentes, extrañados
por la respuesta, le contestaron que entonces hacía lo
mismo que ellos y que nada les diferenciaba. A esta
afirmación, el sabio, respondió “no, cuando vosotros os
sentáis ya estáis pensando en comer; cuando estáis
comiendo, en hablar; cuando os levantáis, en iros y
cuando os estáis yendo, en el lugar a donde vais.
Concentrarse en el presente, en lo que uno está
haciendo aquí y ahora, es una de llaves de la
felicidad.”17
Mantenerse despierto, atento al instante, pero si
avidez ni codicia, de una manera generosa, sin
violencia, decidido a extraer de cada segundo todo
lo que nos ofrece.
21
Naufragios. Estar atento al presente para evitar
naufragar en el pasado, llenándonos, entonces, de
nostalgia, o en el futuro, derramándonos, en ese
caso, en ansiedad frente a la incertidumbre con la
que nos encontramos. Con esto no decimos que no
haya que recordar o mirar más allá del presente
para ser capaces de anticipar y prevenir. La clave
hay que buscarla en el concepto “naufragar”, éste
hace referencia a perderse, sin ningún punto fijo,
en una determinada ensoñación. Debemos ir al
pasado o al futuro desde el presente, desde ese
punto fijo que impedirá naufragar por parajes que,
en verdad, no son más que el fruto de la
imaginación. Además uno debe tener presente que
la memoria misma, creo que necesitamos que sea
así para poder vivir, es mitad olvido y mitad
perversión, siendo poco fiable entregarnos a ella.
En el caso de “pensar” el futuro -lo pongo entre
comillas porque deberíamos sustituirlo por
imaginar- la mayoría de las veces de nada sirve
anticipar lo que vendrá porque lo real, su pulso, es
inabarcable por nuestro pensamiento-imaginación
y siempre habrá sorpresas. Y es que hablar del
futuro no es más que soñar despiertos. Repetimos
que esto no significa vivir entregados a la
estupidez, vivir sin idea de futuro, sino, en lugar
de anticiparlo imaginándolo, prepararnos para ser
capaces de abrazar lo que venga.
22
Poder gozar con lo cotidiano. Hablamos de vivir
atentos al presente para ser capaces de disfrutar lo
único que es verdaderamente real, el ahora.
Disfrutar de las cosas que lo llenan. Estar
concentrados para vivirlas con intensidad, sin
ningún tipo de perdida. Atentos al presente para
revelar lo cotidiano en todo su esplendor, el día a
día, lo más próximo y cercano. Y es que, ese es el
objetivo de esta búsqueda. Lo que queremos es
conquistar la capacidad de disfrutar de lo
cotidiano, en su totalidad, sin renunciar a ninguna
de sus notas. Ser capaces de gozar, con intensidad,
del vivir, pero no como concepto, sino como un
fluir irrepresentable que exige la mayor de las
atenciones posibles.
23
Amar y ser amados. Decíamos antes que
buscamos la serenidad, la única felicidad posible,
y que ésta es ausencia de miedo. Ahora bien, esa
ausencia de miedo debe ser habitada. ¿Qué tiene
la capacidad de llenar el espacio logrado? El amor
en todas sus formas: amor propio, amor a la
familia, la amistad, el amor de pareja, la
fraternidad y el amor hacia lo otro. Lo primero
que hay que tener claro es que el amor es algo que
hay que cultivar cada día. Y es que no existe la
amistad como algo extático, existe el esfuerzo
permanente por mantener una amistad, el
esfuerzo diario por mantener a una persona cerca,
el esfuerzo por mantener el vínculo familiar más
allá de lo biológico. Sin ese esfuerzo el amor se
pierde. Sin ese vínculo sólo hay ideas, palabras,
pero no hechos, que es lo que nos interesa. Por
eso, cuando queremos revelar a alguien, saber
cómo es, no debemos fijarnos en lo que dice sino
en lo que hace. En la acción uno queda abierto, en
canal, ante el mundo. En la acción nos mostramos
sin posibilidad de máscara y más aún, si cabe,
cuando el afuera exige de nosotros un
determinado comportamiento. Algunos no estarán
a la altura de sus palabras y los habrá que vayan
mucho más lejos de éstas, pero ambos
demostraran lo que son sin todo el paquete de
artificios que suele acompañarnos. Por eso, es
importante saber leer las acciones de los demás y,
por supuesto, las nuestras. Debemos unir nuestro
pensar con nuestro hacer para poder vivir de una
manera armónica, esto es, coherente. La pérdida
de esa coherencia es, sin duda, uno de los
síntomas más graves que muestra nuestra
sociedad. Y, sobre todo, la despreocupación por
encontrarla. No se condena, socialmente, la
escisión, y en muchos casos está hasta bien vista e
incluso premiada.
Neruda ha escrito grandes poemas de amor. Hitos
de la poesía. Pero me resisto a creerle cuando se
sabe que abandonó a su hija y a su madre, por
padecer la pequeña hidrocefalia18. ¡Pero quién
puede creerle entonces! ¡Sus actos no están a la
altura de sus palabras! ¡Qué diferencia con
Unamuno19, el cual eligió quedarse pegado a la
cuna donde estaba su pequeña padeciendo la
misma enfermedad que la que sufría la hija
rechazada de Neruda! ¿Acaso pueden tener el
mismo valor sus palabras? No dejaré de leer a
Neruda, pero siempre lo haré con un escepticismo
que me mantendrá distante. Unamuno, en cambio,
era lo que decía ser y para nosotros eso es lo que
importa y lo que marca la diferencia: una
individualidad única y auténtica y no un
simulacro, un decorado, por muy logrado que
esté.
A menudo, la Filosofía ha olvidado el papel
decisivo de la acción. Pocos filósofos le han dado
el valor adecuado. Pero siempre hay excepciones y
una de ellas es Diógenes, el cual buscó en la acción
la raíz misma de toda su enseñanza. Diógenes,
supo ver el valor didáctico y significativo del
gesto. Supo entender que los actos dicen, en
ocasiones, mucho más que las palabras. Aquí van
algunos ejemplos:
-Platón dio su definición de que el hombre “es un
animal bípedo e implume” y obtuvo aplausos. Diógenes
desplumó a un gallo y lo introdujo en la escuela y dijo:
“Aquí está el hombre de Platón.”
-Contra el que decía que el movimiento no existe, se
levantó y echo a andar.
-Diógenes entraba en el teatro en contra de los demás
que salían. Al preguntarle que por qué, dijo: “Eso es lo
que trato de hacer durante toda mi vida.”20
24
Sin justicia el amor se pierde. Si hablamos de
amor, debemos hablar de la justicia: ella es la
piedra angular que hace posible su supervivencia.
Decimos que el amor es el fruto de una tensión
entre dos polos: dar y recibir. Cada polo debe
respetar su límite porque violarlo desemboca en el
hundimiento de las condiciones de posibilidad del
amor y, por lo tanto, en su muerte súbita. Debe
darse una armonía entre las partes, es decir, un
equilibrio entre el dar y el recibir. Y es que cuando
este equilibrio se rompe el amor deja de respirar.
Cuando hemos enumerado las formas de amor,
hemos comenzado con la del amor propio. El
amor propio es lo primero porque él es la raíz
misma del amor, su fuente, si este no se da es
imposible amar de una manera adecuada. Si uno
no se quiere es incapaz de querer. Necesitamos
amarnos para amar. Sin el amor propio somos
seres mutilados. No hay mayor error que buscar
en los demás el amor que no somos capaces de
darnos.
De las seis formas que hemos dado del amor, hay
una que queremos resaltar: el amor hacia lo otro.
Con ella hacemos referencia a la posibilidad que
tiene el hombre de amar objetos, ideas, actos,
experiencias... La capacidad de amar lo otro es lo
que hace posible la poesía, la filosofía, la música,
la pintura, la escultura, la gastronomía…La lista es
infinita. Lo que nos interesaría destacar es que en
esta forma de amor la tensión entre dar y recibir
no se pierde, se modifica, sólo toma otra
apariencia. La lógica de la tensión entre los dos
polos se mantiene y, por tanto, la necesidad de
justicia.
25
La clave del enigma:
La unión… ahí están los jardines del paraíso.
La separación… ahí están los tormentos del infierno.
El amor es eterno, el universo es su vestidura,
Desnuda al que está vestido…ésa es la clave del
enigma.21
“Desnuda al que está vestido… ésa es la clave del
enigma”. Es decir, ante la fragilidad y lo efímero y
la sensación paradójica que se nos produce, el
amor nos entrega las llaves de una vida plena. En
el amor, el hombre se une, de manera absoluta,
con la vida misma.
Dice Aleixandre en uno de sus poemas “amar es
olvidar la vida”. Para nosotros esto nos es
correcto: amar es encontrarse con la vida. Es vivir
de una manera plena. Nuestro espíritu gana en
percepción y el mundo camina por nosotros con
una intensidad única y sagrada. Entendiendo
sagrado como una experiencia que nos permite
trascendernos, salir de nosotros para, al final del
camino, encontrarnos de una manera nueva y
plena. Ante el amor, la vida florece y nos entrega
su corazón mismo. El amor intensifica, imprime
potencia a lo real obligándola a florecer. Y es que
todo se abre a sus pies de una manera radical y
absoluta.
Dice Pessoa en su Libro del desasosiego “soy del
tamaño de lo que veo” y nosotros, reformulando
su afirmación, decimos “somos del tamaño de lo
que sentimos”. Por eso, el amor nos dilata y nos
dota de proporciones titánicas, proporciones que
hacen que la vida se regocije a través de nosotros.
Y es que somos el lugar en el que el universo es
capaz de amar, es capaz de sentir lo que es el
amor: la carne, el dolor de una pérdida, la saliva,
el abrazo, la aniquilación en el infinito de un
orgasmo… Muerte y resurrección en un estado
salvaje y pletórico que arranca al cosmos un
temblor tan cálido como enigmático. Y es que, sólo
a través del amor nos es dada la belleza.
Con fraternidad, hacemos referencia al amor al
prójimo. A su cuidado. A la exigencia de hacer
todo lo que esté en nuestra mano para que las
personas que nos rodean se sientan, dentro de lo
posible, atendidas. Aquí la moral juega un papel
decisivo. Entendiendo moral como una economía
del cuidado al prójimo, al hermano, y a uno
mismo. Ni el Bien ni el Mal existen. Lo único que
existe es lo bueno y lo malo. ¿Cómo distinguir?
No valen puras fórmulas. Para no estar ciegos
necesitamos contar con todo lo que el hombre es y,
sobre todo, con sus emociones, con unas
emociones educadas, maduras, sabias. El cultivo
de uno mismo tiene como fruto saber distinguir
entre lo bueno y lo malo. Luego hay que saber
aplicar esa distinción al otro. Para ello,
necesitaremos estar atentos a sus necesidades, no
a las nuestras. Lo que es bueno para uno puede
ser malo para otro. No somos la otra persona. No
valen fórmulas universales. Ese es el grave fallo de
Kant. Debemos estar atentos a cada instante para
poder dar cuenta de las singularidades, únicas e
irrepetibles, que lo constituyen. Una vez más el
concepto de justicia es clave: debemos ser justos,
esto es, ajustarnos, a lo que hay para que nuestra
acción esté en armonía con lo real. Pero hay que
precisar, cuando decimos que no valen formulas
universales, no estamos diciendo que no deban
existir unos principios reguladores. Lo que
queremos indicar es el límite de su validez, de su
aplicación, y la necesidad de estar atentos al otro y
a su circunstancia. Debemos observar y escuchar,
esto es, postergar nuestras necesidades, para saber
qué se necesita de nosotros. Pero también
debemos conocer cuál es límite, es decir, el punto
hasta el que podemos llegar sin rompernos. No
estamos en la lógica de lo uno o lo otro, sino en la
búsqueda de la armonía entre el yo y el tú. Una
armonía que es necesaria por su interdependencia.
Sin el tú el yo no puede existir y sin el tú el yo se
disuelve. Necesitamos al otro y su cuidado es, de
alguna manera, nuestro cuidado. Y es que la
interdependencia de la que hablamos es
inquebrantable. Todos estamos unidos de una
manera profunda y radical.
26
Relativismo. En la moral, y en la reflexión sobre
ésta, la ética, el relativismo se frena de golpe: el
hombre tiene una medida que no se puede violar.
Hay margen de movimiento pero nada más. Lo
que es bueno o malo para el hombre marca unos
límites claros. Nuestras acciones no son inocuas.
Recuerdo que cuando trabajábamos en una clase
la obra de Feyerabend La ciencia en una sociedad
libre al llegar a su “todo vale” en la búsqueda
científica, algunos se sintieron profundamente
sacudidos y, de alguna manera, aterrorizados,
exclamaban “pero ese “todo vale”, sin esfuerzo,
puede pasar al terreno de la moral”. ¡No!, en
epistemología puede darse, pero no en el terreno
de la moral. Repetimos, el hombre tiene una
medida que debe respetar y si no lo hace queda
dañado de manera íntima. No vale todo porque
hay acciones benéficas, las que nos ayudan a
conformarnos, y acciones tóxicas, las que nos
desfiguran. La acción tiene un valor cardinal. Y es
que a través de ella nos configuramos.
Dependemos de ella. Es el cincel con el que nos
esculpimos, de dentro a fuera, de la manera más
íntima y profunda que uno pueda imaginar.
Repetimos, que no exista el bien y el mal no quiere
decir que no exista lo bueno y lo malo.
27
Salvarse a sí mismo. Parece que el tema de la
moral nos pone ante la pregunta por la política. La
respuesta, para mí, puede estar en el siguiente
“escolio” -así llama él a sus textos- de Nicolás
Gómez Dávila:
La salvación social se aproxima cuando cada cual
confiesa que sólo puede salvarse a sí mismo.22
Somos responsables de nosotros y, por tanto, de
las personas y del entorno que nos rodea. No
podemos salirnos de nuestro radio natural.
Nuestra obligación es cuidar a las personas que
nos rodean. El cambio sólo llega a través del
trabajo de las partes. No hay soluciones
universales y de aplicación inmediata. No hay
milagros. Ya hemos visto y padecido las
ensoñaciones utópicas.
En la falda de una gran montaña había un pueblo
pequeño. A causa de la gran masa de piedra la luz no
llegaba nunca a la aldea. La gente, al no tener la luz
necesaria, crecía débil y frágil. Un día, uno de los
ancianos, al mirar a uno de sus nietos, cogió su cuchara
y empezó a retirar tierra de la gran montaña. Un amigo
le dijo “tú sólo no harás nada”. A lo que el anciano
respondió “ya lo sé, pero alguien tendrá que
empezar”.23
Esa así cómo el cambio se da. Toda trasformación
es molecular. El todo se modifica de dentro hacia
fuera, es decir, sólo a través del cambio de las
partes se produce el cambio de la totalidad. Ese es
el curso natural de toda metamorfosis. La
Naturaleza nos lo ha enseñado.
Detenerse a mirar el comportamiento de nuestra
sociedad, es como ver actuar a un adolescente tan
caprichoso como insensato. Para algunas doctrinas
la humanidad está comenzando a salir de su
adolescencia. A nosotros estas afirmaciones tan
mesiánicas no nos terminan de agradar. Pero lo
que sí que parece claro es que nuestras sociedades
adolecen de una falta absoluta de madurez. No
hay reflexión, no hay ningún tipo de sabiduría, la
dirección la traza un deseo maleducado, voraz,
ciego, estúpido e irresponsable. Todo arde a
nuestro paso y nadie es capaz de precisar el
sentido de ese caminar. El sentido debe generarse
y eso sólo es posible a través de la reflexión. Se
habla de desarrollo sostenible y hace mucho que
pasamos cualquier posibilidad de sostenibilidad.
Hay que apostar por un decrecimiento. Recuperar
medidas habitables. Un decrecimiento que
permita una vida en armonía con la Naturaleza
que nos sostiene y de la que dependemos. Durante
esta crisis se ha hablado mucho de las fuerzas de
la economía. Ella no es un Dios insaciable, al estilo
de las divinidades mayas, ella está, o debe estar, a
nuestro servicio, y sobre todo, debe respetar el
suelo en el que se enraíza: la Naturaleza.
Nuestra capacidad de adaptación es sin duda una
de las claves de nuestro proceso evolutivo, ahora
bien, esa capacidad de adaptación se puede volver
contra nosotros. Quiero decir que no debemos
adaptarnos a todo. Hay situaciones que no
debemos tolerar y el ritmo, el pulso, de nuestra
sociedad es inhumano. La prisa como norma, el
exceso como término medio, el derroche y la
ansiedad como estado natural. Una señal
inequívoca de nuestro caminar errado es la
pérdida de lo cotidiano.24
Toda sociedad debe estar en relación y armonía
con la medida que nos es propia. Todo lo demás
nos tritura y nos arrastra por la piel granítica del
tiempo.
Se nos repite una y otra vez la vieja canción de la
competencia como principio rector de la evolución
misma, ahora bien, determinados estudios
demuestran como la competencia es sólo la punta
de un iceberg. Y es que en el corazón de la
evolución no está la competencia sino la
colaboración.25
Tenemos la obligación de defender las cosas
esenciales. En este punto, de nuevo, aparece el
concepto de heroicidad trágica: defender lo
esencial cueste lo que cueste. También tenemos
que recordar la idea de cómo se debe desarrollar
todo cambio: de dentro a fuera. Desde las partes al
todo.
28
Humor. Hemos comenzado hablado de la trinidad
humana. Del deseo, de la esperanza y de la fe en
nuestra propia muerte. También hemos
encontrado una definición apropiada de la
felicidad al identificarla con la serenidad, es decir,
con la ausencia de miedo y, por tanto, con la
libertad. Luego, hemos hablado de cómo llenar y
hacer florecer esa ausencia: el amor en todas sus
formas. A través del amor hemos llegado a la
belleza y a otras cuestiones. Pero ahora es el
momento de hablar de lo que bien se podría
denominar la quinta esencia de lo humano: el
humor.
El humor es la capacidad de relativizar y, de esta
manera, ganar una perspectiva diferente que dote
de ligereza a lo que acontece. El humor es la gran
alquimia que vuelve volátil lo plúmbeo
liberándonos de cualquier lastre. Permite la gran
sabiduría de quemar las naves. Es el colorido del
espíritu:
Por encima de todo lo que caracteriza a un gran hombre
está el clima que crea en su propia alma.26
El clima es el carácter que uno logra a través del
autoconocimiento, que, en el fondo, es el
verdadero amor a uno mismo. El humor será la
quinta esencia de todo clima, esto es, el elemento
que lo dote de la temperatura y el paisaje
perfectos.
Hablamos de humor y no de ironía. Son cosas
diferentes. La ironía tiene como sentido corroer
algo. El humor, simplemente, busca relativizar
para aligerar lo que es de por sí pesado. La ironía
es un arma blanca. El humor es, en cambio, un
ungüento balsámico. La ironía sólo trabaja para
una de las partes. El humor es generoso con
ambas.
Al humor debemos unirle otra gran cualidad: la
dulzura. Humor y dulzura son las llaves mismas
de nuestra existencia, de nuestra vida.
Juntas nos previenen del orgullo y posibilitan una
acercamiento pleno hacia los otros y hacia lo otro.
Junto a ellos el crecimiento del amor se dispara. Lo
hace inmenso y selvático. Y es que sólo a través
del humor se puede mantener viva la alegría
trágica que defendemos.
29
Amor hacia lo otro. Entre las formas del amor
hemos mencionado el amor hacia lo otro. Dentro
de él hemos incluido al arte con todas sus
manifestaciones. Amamos la pintura, la poesía, la
música, el cine, la literatura, la escultura, la
fotografía, la gastronomía… De entre todas esas
manifestaciones, sólo hemos dado unas posibles –
la lista es casi infinita-. Pero ahora nos queremos
detener en algunas de ellas.
Empezaremos con la pintura. Nos interesa, de
manera especial, por el modo en el que en ella se
da el pensamiento: por medio no hay palabras. La
imagen habla por sí. La intuición y el sentimiento
gobiernan de una manera especial. La imagen
prevalece sobre la palabra y es más “puro” el
tránsito de la idea. La retina atrapa la imagen y
ésta se posa en el alma fecundándola. En un
segundo, con uno basta, una emoción
determinada nos recorre y nos hace florecer. La
pintura es el arte de trabajar la luz y la sombra.
Saber manejar el color es saber hablar, de manera
directa, a las emociones. En ella el pensamiento
alcanza su raíz permitiendo una pureza única.
Decir, además, esta es nuestra opinión, que el
pensamiento en España se ha dado, en gran
medida, a través de su pintura.
La siguiente manifestación de la que queremos
hablar es la música. Cuando la melodía es buena
llega de manera directa, súbita, al espíritu. Lo
recorre y juguetea con sus vísceras. La música
inyecta en nuestra carne una vibración
determinada capaz de incendiarnos o de llenarnos
de calma. Sumergida en la música la palabra se
dilata hasta hacerse oceánica. Una frase que
aislada apenas nos diría algo, elevada por las
notas se trasforma en una puerta al infinito. En la
música se piensa a través de la tensión y la palabra
tiene que ceder a ella. Tensión que es la condición
misma de posibilidad de lo real. Por ello la música
es uno de los caminos más directos a las entrañas
de lo real.
Pero si hay una manifestación cultural que
interesa de manera especial a la Filosofía, esa es la
poesía. Y es que en ella la palabra se hace luz y
cuerpo. El sonido de un verso es capaz de
entregarnos cualquier objeto o cualquier emoción.
Al ser la intuición la que gobierna la búsqueda el
fruto nos llega puro, limpio de cualquier
distorsión. La razón guarda silencio, su única
tarea es dar forma a lo que llega. De esas
intuiciones la Filosofía es una gran deudora. Tan
deudora que las primeras grandes expresiones
filosóficas están en verso.
No pretendemos hacer una lista. Sólo señalar que
en el arte se da una forma de pensamiento única e
irremplazable. Una forma de pensamiento que,
como filósofos, debemos tener muy en cuenta.
30
Soledad. Hemos hablado del amor y no de lo que
tal vez podríamos denominar como su sombra: la
soledad. Y es que lo primero que debemos decir es
que la soledad es condición de posibilidad del
amor. Sin ella, sin una soledad aceptada es
imposible que el amor, en un sentido saludable, se
dé. Cuando hablamos de soledad no debemos
entender este término en un sentido coloquial.
Nosotros estamos hablando de esa soledad radical
que nadie ni nada puede llenar. Esa soledad en la
que nos encontramos solos con nosotros mismos.
Y es que aquellos que no sean capaces de
habitarla, de una manera serena, son incapaces de
entregar, de desarrollar, un amor maduro y
saludable. La soledad radical a la que estamos
haciendo referencia es el espacio, el vacío, que
permite la relación con lo otro y con los otros. Y a
esta soledad nada, salvo nosotros mismos, que nos
encontramos asidos a ella, puede llegar. Esto el
amante inmaduro lo vive como una tragedia,
como un abismo que impide una unión verdadera
con lo amado. Pero ese amante está equivocado
pues necesitamos de esa soledad para poder ser
seres capaces de amor.
Todos hemos sentido alguna vez su peso y habrá
quién nunca se atreva a encararla. Pero eso es huir
de uno mismo y, por lo tanto, la actitud más
contraria al pulso que mueve este ensayo.
Es necesario encararla, conocerla, abrazarla.
Convertirla en un eje vertebral en nuestras
relaciones con nosotros y con los demás.
¿Fin?
Amor, soledad, locura, dolor, enfermedad, deseo,
serenidad, fe, muerte… Todos estos elementos,
entretejidos, nos constituyen. Vivir es llenarlos de
vida. Pensamos para podernos habitar y así
disfrutar con lo único que de verdad existe: lo
cotidiano, el día a día, lo próximo, los
acontecimientos efímeros. Somos esto y nada más.
Habrá quien espere más de la vida, que no esté
satisfecho con la respuesta que da este ensayo.
Que cada uno se agarre a lo que pueda. Nuestra
intención, frente a determinados nihilismos
posmodernos, es ofrecer un pensamiento que diga
sí a la vida. Un sí rotundo y sonoro que la
atraviese en su totalidad, sin ningún tipo de
dualismo.
Hemos buscado nuestra medida, que depende del
pulso de lo real, y hemos dado las fórmulas para
vivir en armonía con ella. Con la firme convicción
de que toda respuesta es, en último término,
personal e intransferible, entregamos este texto
para provocar una búsqueda nueva. Nunca
estaremos satisfechos del todo porque la Filosofía
trabaja con lo móvil y siempre quedará algo por
enfocar, por precisar, o algo olvidado. Pero
nuestra obligación es insistir parar lograr nuestra
verticalidad dentro de la tormenta.
1. Nos referimos a la teoría de la desesperanza
de André Comte-Sponville. Especialmente
a su obra La feliz desesperanza (Paidós, 2008).
2. Escolios a un texto explícito (Atalanta, 2009).
Nicolás Gómez Dávila. P.247.
3. Lecciones preliminares de Filosofía (Losada,
1943). Manuel García Morente. P.402.
4. El fuego secreto de los filósofos (Atalanta,
2010). Patrick Harpur. Cap. 11. “Ritos de
paso”.
5. Epicuro: obras completas. (Cátedra, 1995).
Epicuro.
6. De la naturaleza de las cosas (Cátedra, 2004).
Lucrecio. Canto III. 973-980.
7. Confesiones de un filósofo (Paidós, 2010).
Comte-Sponville. Cap 29. P. 201.
8. De la naturaleza de las cosas (Cátedra, 2004).
Lucrecio. Canto III. 830-869.
9. Ver los trabajos de Nilkodem Poplawski.
10. El fuego secreto de los filósofos (Atalanta,
2010). Patrick Harpur. Cap.19. “El cosmos y
el universo”, y cap. 20. “El peso del
mundo”.
11. Pasos en el vacío (Visor, 2009). Alejandro
Jodorowsky. En el poema “Conciencia”.
12. La lógica del sentido (Paidós, 2005).
“Undécima serie, Del sinsentido”.
13. Pasos en el vacío (Visor, 2009). Alejandro
Jodorowsky. En el poema “Escarabajo”.
14. Será oportuno distinguir entre miedo a la
vida y respeto a ésta.
15. Serenidad como ausencia de miedo y, por
tanto, como libertad.
16. Biblia de Jerusalén (Descleé, 1999). Job, XIII.
17. Cuento de la tradición judía.
18. El enigma de Malva Marina (Ril editores,
2008) Bernardo Reyes.
19. Miguel de Unamuno (Taurus, 2009). Rabate.
20. Vida de los filósofos ilustres (Alianza
Editorial, 2007).Diógenes Laercio. Pp. 296-
308.
21. Rubayats (Edicones obelisco, 2004). Djalal
ud din Rumi. Oda 138.
22. Escolios a un texto explícito (Atalanta, 2009).
Nicolás Gómez Dávila.
23. Cuento de la tradición zen.
24. La inercia es el veneno de lo cotidiano.
25. El viaje a la felicidad (Destino, 2007).
Eduardo Punset. Cap. V.
26. Últimos poemas (Visor, 2008). Rabindranath
Tagore. En el prólogo de Yehudi Menuhin.