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ADOPCION DE FORMA SOCIETARIA POR LAS PEQUEÑAS Y MEDIANAS EMPRESAS CONFERENCIA Pronunciada en la Academia Matritense del Notariado EL DÍA 27 DE MARZO DE 1980 POR D. LUIS ROCA-SASTRE MUNCUNILL Notario

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ADOPCION DE FORMA SOCIETARIA POR LAS PEQUEÑAS

Y MEDIANAS EMPRESAS

CONFERENCIA Pronunciada en la Academia M atritense del Notariado EL DÍA 27 DE MARZO DE 1980

PORD. LUIS ROCA-SASTRE MUNCUNILL

Notario

I. G orla, en su fundamental obra El contrato (traducción espa­ñola, Bosch, 1959, I, pág. 370 y ss.), se queja de la tendencia de los juristas del civil law a las generalizaciones y a las abstracciones, que califica de «necesidad de sistematización a toda costa, frecuentemente de carácter nominalista y conceptualista», y afirma dicho autor que «esta tendencia ha creado y crea enormes dificultades en el estudio del civil law y lo ha convertido a menudo en un verdadero laberinto» y que «la necesidad de orden y de sistematización ha venido a resol­verse, de esta manera, en el desorden y en la confusión».

El ejemplo más significativo de esta tendencia a las generaliza­ciones lo encuentra Gorla (loe. cit.) en la concepción de la «causa» como fin del contratante y, al mismo tiempo, como razón justifica­dora de la sanción jurídica.

Otra materia que ha sido objeto de crítica en este aspecto de las abstracciones inútiles y las ansias de sistematización es la distinción absoluta y totalitaria de los derechos patrimoniales en reales y per­sonales. En esta crítica se destacan Giorgianni (en su estudio sobre el derecho real en Novissimo Digesto Italiano, 1960, V, págs. 748 y siguientes) y V a lle t (Determinación de los derechos susceptibles de trascendencia registrai), en Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, 1961, págs. 163 y ss.; Estudios sobre Derecho de cosas, Madrid, 1973, páginas 181 y ss. Este último autor considera equivocada dicha dis­tinción, incluso conceptualmente, y sostiene que hay que prescindir de toda clasificación dogmática y de toda enumeración taxativa (nu­merus clausus), que impediría el normal desarrollo jurídico de las necesidades de cada época; hay que adoptar un método realista.

Es evidente que hay muchas otras instituciones jurídicas que ver­daderamente han padecido estas abstracciones absurdas en el Dere­cho continental. Todos las tenemos in mente. Mas, como esencial e íntimamente relacionada con el tema objeto de esta conferencia, de­bemos referirnos a una figura que ha suscitado, en su configuración y patología jurídicas, grandes dosis de abstracción y dogmatismo,

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que la han alejado de la realidad, a causa de sus construcciones ar­tificiosas, que originan confusionismo y desorientación. Se trata de las llamadas personas jurídicas, colectivas, abstractas, sociales, mís­ticas, ficticias, incorporales, morales.

A base de partir de la premisa de que el punto neurálgico de la problemática de la adopción por las empresas mercantiles e indus­triales de la forma societaria está constituido por el reconocimiento a las mismas de la personalidad jurídica, independiente de la de sus socios, que implica una autonomía patrimonial del ente erigido, y las más de las veces una limitación de la responsabilidad de los aso­ciados al patrimonio aportado, es indispensable, para un buen en­foque y una óptima resolución de las referidas cuestiones, hacer un somero repaso de las teorías sobre el sujeto del derecho, las personas jurídicas y el propio derecho subjetivo.

Para ello, hay que reconocer con G orla (lug. cit., Introducción, pá­gina 8 y ss.) que la generalizaciones excesivas han causado mucho daño a la ciencia del Derecho privado; mas, como expresa Roca Sas­tr e {Derecho Hipotecario, VII ed. II, pág. 688), la reacción excesiva y obsesionante puede que resulte a la larga tan perniciosa, y afirma: «Hay que atenerse sin duda alguna a la realidad de las cosas y a las necesidades vividas y huir de todo conceptualismo y de excesos dog­máticos, pero hay que procurar también no incurrir por la contraria en los mismos efectos. Es muy fácil criticar lo viejo, pero nosotros entendemos preferible situarse en el terreno impuesto por aquel ada­gio inglés de que no "quieras ser demasiado moderno, porque te ex­pones a quedar súbitamente anticuado”. Es bastante fácil despotricar de creaciones antiguas, pero lo difícil es lograr que lo nuevo sea fun­dado. Muchas veces los creadores o partidarios de fórmulas nuevas acusan de excesivamente dogmáticas a las que impugnan, pero sin ver que su extremismo los conduce al mismo vicio.»

Por métodos de estudio y realización del Derecho, o de la cien­cia del Derecho, debemos entender los distintos procedimientos de conocimiento y realización de cualquier tipo técnico de actividad en el campo del Derecho. Son los distintos modos utilizados para la valoración de lo justo y de lo injusto, con el fin de practicar lo pri­mero y evitar lo segundo. Dichos procedimientos o modos de reali­zación del Derecho se emplean al efectuar una actividad científica en materia de Derecho, pero ésta puede adoptar un carácter pura-

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mente teòrico, un carácter o práctica profesional y una naturaleza y eficacia jurisprudencial. En este sentido, dichos métodos lo son de la jurisprudencia, entendida en sentido amplio de pericia o co­nocimiento profundo del Derecho, es decir, iusti atque iniusti scientia. Pero mientras la llamada jurisprudencia puramente científica se ca­racteriza por su generalidad o, mejor dicho, por su ausencia de par­ticularidad, la jurisprudencia profesional y la judicial requieren en su realización o actividad del Derecho reflejarse en todo caso en contemplación a un problema o supuesto especial o particular, sin que quepa generalidad alguna.

No obstante, estas últimas no tienen un mero valor de técnica de casos, ya que el elemento intelectual y de esfuerzo técnico, ins­trumento para obtener su objeto, la justicia, empero su aparente as­pecto medial, es el factor que le da su mayor valor en el campo ju­rídico, incluso como posible fuente formal del Derecho, al menos en el Derecho anglosajón, con la regla del stare decisis o del precedente judicial. Pero, en cualquiera de dichas actividades jurídicas o de ju­risprudencia lato sensu, los métodos de estudio y de realización del Derecho, si bien deben aspirar a la seguridad o estabilidad jurídica, chocan con la realidad, es decir, con el hecho real de la continua evo­lución del Derecho, por lo que toda actividad jurídica comporta un fenómeno de creación permanente del Derecho.

Se ha rechazado el método exegético puro, como único sistema posible de estudio y realización del Derecho. La proclamación de la suficiencia normativa absoluta de los códigos simplistas de inspira­ción napoleónica, representada por la frase del Emperador que con vana ilusión de aprendiz de jurista, proclamaba que su Código civil no tenía lagunas, aminoró la función intelectual del jurista, del pro­fesional del Derecho y del Juez, que actuaban en sus misiones o fun­ciones como meros autómatas. También nuestros juristas y profe­sionales posteriores al Código civil español se han resentido de este sistema exegético del positivismo legalista, consagrado en dicho Có­digo, que relega a la costumbre praeter legem, única admitida, y a los principios generales del Derecho a fuentes formales supletorias de la ley, y antes y después de la reforma del Título Preliminar, y a la propia jurisprudencia en sentido estricto a simple elemento comple- mentador del ordenamiento jurídico. Esta concepción de la jurispru­dencia, iniciada en la referida reforma del Título Preliminar del Código civil (art. 1°, 5, del mismo) ha sido impugnada por la doctrina es-

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pañola (ver mi conferencia sobre la jurisprudencia, Colegio Notarial de Barcelona, a 5 de marzo de 1975). Además, el propio Código, a través de la repetida reforma, en su artículo 3, 1, al tra tar de la in­terpretación de las normas, al lado de los elementos literal y lógico, añade los elementos armónico e histórico, así como el elemento de «la realidad social del tiempo en que las normas han de ser apli­cadas». Todo ello presupone una huida del método puro exegético,impuesto por el positivismo legalista.

Pero este concepto de «realidad social» debe entenderse amplia­mente, so pena de incidir en una irremediable equivocación o error. Es un concepto abstracto que precisa una explicación profunda. Com­prende, sin duda, la realidad sociológica, derivada de las sanciones dictadas por la Ley, de la práctica consuetudinaria o usual (tacitus consensus populi), incluso la desuetudo o desuso o costumbre contra legem, y de los fallos jurisprudenciales (práctica o método casuístico), incluidos los laudos arbitrales, los dictámenes y el sistema de con­sultas. Pero, además, dicha realidad debe también referirse a loshechos naturales, que se exteriorizan por la apariencia de su propiarealización, tales como el régimen de lluvias, la situación geográfica, la demografía, el índice de mortalidad, los hechos económicos, etc., aunque se incida con ello en la doctrina filosófica determinista, así como a los hechos y actos de la conducta humana, individuales o colectivos, realizados al dictado de una voluntad querida, siempre lícita, concordada o no.

La reacción de los juristas del civil law a la tesis puramente exe- gética plasmó en un método rigurosamente dogmático conceptualista que pretendió encontrar la solución a base de generalizaciones con­ceptuales, generadas a través de la inversión y de la analogía (a una categoría jurídica nueva ha de aplicarse, por razones de semejanza, tal norma relativa a otra categoría, o una norma limpia ya de lo me­ramente circunstancial en ella, debe aplicarse a la nueva relación jurídica surgida, respectivamente). A veces se exige que haya en am­bas, inversión y analogía, identidad de razón, o sea, de finalidad nor­mativa. Así el nuevo artículo 4, 1, del Código civil español, respecto de la analogía. Ubi eadem legis ratio ibi eadem legis dispositio.

La escuela histórica siguió un método dogmático a base de extraer los conceptos y principios jurídicos del Derecho romano clásico o del Derecho germánico.

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Frente a los dos últimos sistemas que casi a modo de fórmula matemática utilizan sus dogmas o conceptos generalizados a las fi­guras impuestas por nuevas necesidades, existe una corriente doc­trinal y jurisprudencial que acepta los conceptos jurídicos extraídos del Derecho en sentido amplio, y no sólo del Derecho positivo. Y dicho Derecho latu sensu, llamado por Roca Sastre «institucional», es, se­gún el mismo (Prólogo a la obra de Puig Brutau, Estudios de Dere­cho comparado. La doctrina de los actos propios, 1951), «una fuente fecunda en concepciones jurídicas y un instrumento eficientísimo en el campo del Derecho privado. Bajo la idea básica de que el Derecho no se crea, sino que sólo se descubre, hay que sostener que en el mun­do jurídico, al igual que en el físico, químico, etc., existe una serie completa de distintas figuras e instituciones jurídicas que se ofrecen al Derecho positivo de cada pueblo, como posibles fórmulas de pro­tección de los intereses humanos, entre los que el legislador o la costumbre elige las más aptas para incorporarlas a su ordenamiento jurídico. El Derecho histórico (o experiencia vertical) y el Derecho comparado (o experiencia horizontal) nos revelan este proceso de privatización de aquellas figuras o instituciones típicas, idóneas todas para dicha función protectora, y que serán objeto de elección, según las particularidades de cada país, por parte del legislador (en sus diferentes órganos de manifestación) o la sociedad (mediante las cos­tumbres, las decisiones jurisprudenciales o la doctrina de los juris­tas). En ocasiones una misma figura o institución jurídica sirve su­cesivamente, según las épocas, a distintos intereses...».

En esta tendencia, por tanto, se toman en consideración los con­ceptos o dogmas entresacados del Derecho positivo de una nación o comunidad en cuanto los mismos, al igual que los emanados de la costumbre, de la jurisprudencia y de las mismas declaraciones de voluntad privada, concordada o no, son reflejo de una realidad histórica y de un realismo social e individual, que encajan dentro de las líneas básicas del Derecho de dicha nación o comunidad. Di­chos conceptos, de este modo, no son meros instrumentos para or­denar las realidades jurídicas, sino que constituyen elementos esen­ciales para el progreso del Derecho, pero sin emplearlos a la inversa, es decir, en el sentido de que no deben las realidades de la vida jurídica ajustarse a la evolución científica, sino todo lo contrario, o sea, que debe ser la evolución científica la que ha de tra tar de doble­garse a dichas realidades. El momento crucial de la misión del ju-

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rista, profesional o juez, que fundamenta el resultado, es previo a la formulación de éste y consiste en un esfuerzo intelectual y técnico dirigido a la auscultación y consecución de lo justo, por adaptarse a la realidad jurídica sentida para la debida protección de los inte­reses humanos, de acuerdo con la manera de discernir y sentir de cada pueblo, institucionalmente, visceralmente, lo que significa la justicia.

De esta forma, el Derecho triunfa en su objetivo de alcanzar lo que es justo en las relaciones sociales con trascendencia jurídica, lo mismo que el arte triunfa con la consecución de la belleza.

No cabe adoptar, pues, en la metodología jurídica una posición monista o unilateral, sino que hay que utilizar todos los medios o elementos que la propia ciencia del Derecho nos ofrece para el logro de un resultado positivo. No basta la mera exégesis o análisis del texto literal de la norma, aunque sea necesaria a priori en el sentido de investigación técnica, sino que la fórmula jurídica de solución debe extraerse además de una visión panorámica o de conjunto y armonía con el resto del Derecho de un país o comunidad, así como de la realidad dinámica o biológica necesitada de protección, sin olvidar la posible solución histórica ni los llamados por G orla (lu­gar cit.) métodos comparativos y casuístico, y dentro de este plan tampoco deben olvidarse los grandes conceptos o dogmas jurídicos y su aplicación por inversión o analogía, si los mismos integran la propia entraña del sistema jurídico de un pueblo, aunque ya estén implícitos en los anteriores referidos elementos o medios, conside­rados no individualmente, sino orgánicamente.

En este sistema integral de metodología para el estudio, conoci­miento y realización del Derecho cabe la utilización conjunta de to­dos los métodos adoptados más o menos unilateralmente por las distintas escuelas jurídicas. Entre ellos, el método exegético, el método lógico-constructivo, dogmático-constructivo o de la jurisprudencia conceptual, los métodos realistas, como el histórico-evolutivo o de la jurisprudencia progresiva, el positivo o teleologico, el de la libre jurisprudencia de la escuela alemana o del sistema norteamericano del free judg o juez emancipado, el de la jurisprudencia de intereses de la escuela tubigense de Derecho privado, el método iusnatura- lista de las escuelas clásica y moderna del Derecho natural o de la doctrina alemana de la jurisprudencia valorativa, y el método de la

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investigación científica o complementaria del Derecho de la escuela conciliadora francesa. Pero esta última doctrina, a pesar de ser con­ciliadora, subordina la investigación libre y científica del Derecho a la ausencia de previsión normativa de la correspondiente relación social. Y, no obstante, hay que entender que si el conocimiento y la realización del Derecho debe triunfar, han de estar subordinados o plegados a una visión o contemplación total y sistemática del or­denamiento jurídico a que pertenece la norma jurídica que debe re­glar la relación y los intereses humanos en cuestión, norma que puede ser escrita o no escrita, pero que está latente en dicho ordenamiento jurídico, por formar parte de sus líneas o directrices inspiradoras básicas, es decir, de su Derecho institucional o visceral. Pero todos dichos métodos o elementos realizadores del Derecho deben utilizarse conjuntamente, sin preferencia o rango alguno, pues, de otro modo, podría aplicarse una norma injusta, que es precisamente lo que quiere evitar el Derecho y su incesante evolución y progreso. Bajo la ins­piración de Roca Sastre (Prólogo de la citada obra de Puig Brutau) cabe expresar que las normas jurídicas o el Derecho consisten en re­glas que condicionan la conducta humana, dirigidas a proteger inte­reses legítimos en pro de la coexistencia social; su objetivo inme­diato es la protección de los intereses humanos, pero su objetivo remoto es la coexistencia social, por lo que no pueden ser tales in­tereses sino justos y legítimos. Por ello hay que reconocer que una una norma justa en un lugar o país, ambiente o circunstancias, puede ser injusta en otro lugar o país, distinto modo de ser o distintas circunstancias.

II. Marcada esta pauta a seguir, en primer lugar hay que trazar a modo de repaso (grosso modo) las grandes líneas dogmáticas de las instituciones jurídicas que aquí interesan relativas al sujeto del derecho, derecho subjetivo y personas jurídicas.

A. Para la Willenstheorie, sujeto de la relación jurídica es el portador de la voluntad, el titular de la voluntad, el investido del poder jurídico que entraña el concepto de derecho subjetivo según esta teoría. Si éste es señorío de la voluntad o del querer, el poder de la voluntad, sujeto de derecho o persona, es el que tiene esta voluntad, su portador. Sujeto de derecho o persona es el centro de volición, si se trata de persona individual, o de sur-volición, si se trata de la llamada persona jurídica.

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Para el Interessendogma, sujeto de derecho es el titular y desti­natario del interés jurídicamente protegido, el centro de intereses individuales o colectivos.

Bekker y B riz exageran esta teoría, al considerar que, si es su­jeto de derecho todo centro de intereses, este centro tanto puede radicar en un hombre o grupo de hombres como en un fin o des­tino, y que, en rigor, es esta idea de fin o destino la que constituye el sujeto, incluso un perro, una planta o un monumento, al que se ha adscrito un patrimonio para su conservación. Pero dichos autores olvidan que en todo caso el verdadero destinatario continúa siendo el hombre o un grupo de hombres.

Para las teorías normativistas persona es la concentración de nor­mas objetivas, referentes a la conducta humana, es el destinatario de las normas.

No faltan teorías armónicas que definen el sujeto del derecho como el destinatario del interés jurídicamente protegido dinamizado por la voluntad.

Esta última tendencia, que tiene la virtud de la armonía, es difí­cilmente asequible, es ciertamente potable, pero alterando sus fac­tores. Si el Derecho es condicionamiento de la conducta humana para la protección de intereses legítimos en pro de la coexistencia social, el mismo sólo se refiere a la conducta o voluntad humana como base o substratum de la persona o sujeto del derecho. El interés o ele­mento teleologico y la protección o cobertura jurídica, que es el ele­mento normativo, viven extra muros de la voluntad del sujeto del derecho.

Donde haya un centro de volición, individual, o un centro uni­tario y orgánico de sur-volición, el orden jurídico ve un sustrato de persona y, en consecuencia, cumplidas ciertas condiciones, le atri­buye el status de persona.

Pero así como la persona individual surge de la naturaleza me­diante la generación, en cambio la persona colectiva surge del am­biente o mundo social o asociacional. El reconocimiento del status en la primera se impone necesariamente, si reúne las condiciones de hombre, mientras que en la persona jurídica se discute, según des­pués veremos, si el sustrato es creación de la voluntad o es obra del

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orden jurídico, limitándose en ella la voluntad a actuar de simple factor animador en la creación del sustrato.

De Castro (Derecho civil de España, I, pág. 489) afirma: «El su­jeto del derecho subjetivo es la persona a la que se atribuye y confía la situación de poder... El Derecho da a los hombres la cualidad de sujetos de derechos, en signo de reconocimiento de su valor como persona, en el doble aspecto de miembros activos de la comunidad y de protegidos por ella. En ambos respectos —como personas na­turales y a través de la admisión de la persona jurídica— se Ies con­sidera y utiliza técnicamente como centros de imputación o titulares de las distintas esferas de poder.»

B. Para la Willenstheorie, derecho subjetivo es poder de volun­tad o señorío de querer (Willensmatch)-, para el Interessendogma el derecho subjetivo es el interés jurídicamente protegido; para las teo­rías normativistas, el derecho subjetivo es un simple reflejo o acce­sorio del Derecho objetivo, y para las teorías armónicas, el derecho subjetivo es el interés jurídico protegido dinamizado por la volun­tad. Lo cierto es que se han tachado a todas y cada una de estas teorías de monistas y unilaterales, pues el dogma de la voluntad se refiere a una voluntad puramente abstracta, con desconexión de todo fin o interés, pues no se puede querer simplemente, sino que se quiere por alguna causa, razón o finalidad. La teoría del interés es criticada en cuanto lo característico del derecho subjetivo es la fa­cultad de tomar la iniciativa y de dinamizar el resorte normativo protector, lo que supone que la voluntad es elemento básico en esta materia. Las teorías normativistas tienen el vicio de contemplar úni­camente la protección normativa, extremo que descuidan por com­pleto las teorías armónicas. Por ello, se ha afirmado que el derecho subjetivo es poder de voluntad, para la protección de un interés, pero sin que dichos tres elementos, aunque esenciales todos para el con­cepto, estén en un mismo plano, pues la voluntad es el elemento in­terno, y su contenido específico, el interés, es el elemento teleologico, que se halla fuera del derecho subjetivo, pues éste es medio, y el interés, fin; y la protección jurídica es el elemento normativo, ex­terno al derecho subjetivo. Por tanto, el derecho subjetivo es el medio concedido a la voluntad para la protección jurídica de un in­terés.

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C. En materia de personas jurídicas, las teorías apersonalistas o de la ficción niegan que sean personas o entes per se. Entran estas teorías dentro de la órbita del Interessendogma, ya que sólo se habla de intereses, no de voluntad. Se atribuye a un grupo de intereses la personalidad por vía de ficción, bajo la consideración de que existe persona donde no la hay, pues sólo lo es el hombre. Hay algo for­zado, es decir, un simple medio para lograr la mejor protección y defensa de unos fines o intereses que no podrían conseguirse indi­vidualmente (fines supraindividuales). Responden a esta tendencia, entre otras, la teoría de la ficción pura de Savigny (Sistema di Diritto romano, II) y de P u ch ta (Pandekten, párr. 25), la teoría del instru­mento o expediente técnico de Ih er in g (Geist des rom. Rechts, III), la teoría del tratamiento de Van den Heuvel (De la situation légal des associations sans but lucrativ, Revue générale de Bruxelles, 1884) o del tratamiento unitario de M eurer (Die iuristischen Personem nacht deut. Reischrech 1991), las teorías de la propiedad colectiva o en mano común y la de los patrimonios de fin o de destino, y muchas otras, entre las que hay que destacar, aunque ya empiece a ser conciliadora, la de la creación jurídica de Ferrara (Teoría de las personas jurídi­cas, Madrid, 1929).

Las teorías personalistas o realistas, en cambio, configuran a las personas jurídicas como entes reales en el sentido de constituir un centro de voluntad, equparable al hombre. Responden a esta tenden­cia, aparte de la teoría organicista pura, que sólo tiene el valor anec­dótico de la semblanza, la teoría psicológica basada en el Villensdog- ma, de Zitelmann (Begriff und Wesen der.s.g. juristichen. Personem. 1873), la teoría psiquíco-física de Gierke (Genossenschaftstheorie) y especialmente la teoría de la voluntad desmaterializada de Gorovt- se ff (La lutte autour de la notion de sujet de droit, Revue trimes- trielle de Droit civil, 1926).

Hay que dejar aparte, pues carecen de interés práctico, las teo­rías normativistas sobre la persona jurídica, que en rigor son aper­sonalistas, pues considerado para las mismas el derecho subjetivo como un claro, hueco o vacío de normas, y el sujeto del derecho como concentración de las normas que se refieren a la conducta humana, estiman indiferente que dichas normas se refieran a un hombre o grupo de hombres.

Y hay que limitarse a dos de las teorías que en las dos tendencias,

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de la ficción o de la realidad, sobre la esencia de las personas jurí­dicas, se han producido en último lugar, la de Ferrara y la de Go-ROVTSEFF.

Para Ferrara, resumiéndolo, la persona jurídica es un producto del ambiente o mundo jurídico. No es una ficción, sino una realidad, pero una realidad del mundo jurídico, no del físico. Su personalidad no nace de la naturaleza, sino de las nociones jurídicas. La persona jurídica es, pues, una creación del Derecho, una noción jurídica, pero no por ello es una ficción, pues no lo es la propiedad ni la he­rencia, a pesar de ser puras nociones jurídicas. Esta teoría es aper- sonalista o formalista, en cuanto la persona jurídica no es un ser, sino una forma, pero esta forma jurídica no es una invención de la ley ni un procedimiento técnico descubierto por los juristas, sino la traducción jurídica de un fenómeno empírico. El legislador sólo des­arrolla y traduce a términos jurídicos lo que ya existe en la con­cepción práctica social.

Las ideas fundamentales de G orovtseff consisten en que, aun reconociendo que el hombre es el centro del gran drama del Derecho, la noción de sujeto del derecho tiene por contenido, no la entidad fisiocológicopsicológica «hombre», sino un elemento activo, la volun­tad, desmaterializada, encarnada también en los sujetos de creación jurídica, a través de la conjunción de voliciones de los sujetos na­turales que los componen. Dicho autor, basándose en las teorías de Zitelmann y Gierke, no obstante a diferencia de ellos, no distingue entre voluntad humana y voluntad social, pues la calidad, género o naturaleza de la voluntad es siempre la misma e igual en la persona natural y en la jurídica. Siempre hay unas voliciones naturales, que es lo que interesa al Derecho, pues éste regula una voluntad, y donde ve una voluntad unitaria, o sea, un centro de volición, ve una per­sona. Si hay una sola voluntad, existe una persona individual; si hay varias voluntades fundidas en una (survolición), existe una persona colectiva. Al Derecho únicamente le interesa, pues, la voluntad en sí, o sea, la voluntad desmaterializada.

Esta somera exposición de las ideas y conclusiones de Ferrara y G orovtseff revelan que las tesis de dichos autores, no obstante ca­talogarse en tendencias opuestas, son coincidentes en el fondo. No cabe duda que las opiniones de ambos autores nacieron a la luz a base de una crítica constructiva de las teorías de quienes les prece­

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dieron en la tarea de averiguar la verdadera esencia de las personas jurídicas, de suerte que sus postulados se fundamentaron en los aciertos de aquéllas y en la repudiación de lo que en ellas estaba rotundamente impugnado. Pero Ferrara y G orovtseff, a base de em­plear los distintos elementos de la metodología jurídica, hicieron un fino análisis de dichos antecedentes y atinaron verdaderamente en sus teoremas y resultados, con rehúse, en lo posible, de conceptua­lismo y generalizaciones.

Avancemos, por tanto, que la persona jurídica, como su mismo nombre indica, es creación del Derecho, pero no es invención de la ley ni producto de la técnica jurídica. Existe una unidad o entidad conceptual en la vida social y empírica, y el Derecho la sintetiza y abstrae dándole carácter o relevancia jurídica. En el llamado Derecho institucional siempre ha existido la persona jurídica, y en el mo­mento en que dicha institución se hace necesaria para el Derecho positivo, éste la recoge y la sanciona, es decir, la realiza, la vivifica jurídicamente y la somete a un estatuto jurídico o normativa en pro de la coexistencia social. Mas para lograr ésta, el Derecho debe con­dicionar la conducta o voluntad humana, que es el elemento vivifi­cador, orgánico e intrínseco del derecho subjetivo, reconocido por el ordenamiento jurídico, para la protección de fines o intereses justos y legítimos. Y dicha voluntad debe contemplarse por el Derecho en forma abstracta, cualquiera que sea quien la ejerza, sin materiali­zarla en una o varias personas físicas, sino en un centro unitario de volición, que puede ser individual o puede ser una survolición, distinta de la suma de voluntades naturales que la componen. Esta survolición tiene su propia unidad y sustancia, pues tiene indepen­dencia de todas y cada una de las voluntades del grupo de hombres que la forman. Hay, por tanto y sencillamente, una voluntad de gru­po, un producto, no una suma o grupo de voluntades.

Esta es la pura realidad, sin conceptualismo ni dogmas. El hom­bre es portador de una voluntad y, por tanto, del poder jurídico que entraña el derecho subjetivo, pero uno de estos derechos es el de asociarse para la creación de una nueva voluntad y, por ende, de un nuevo sujeto de derecho, que asimismo será portador de derechos subjetivos. Pero este nuevo e independiente portador de poderes ju­rídicos queda desgajado de la voluntad individual de sus miembros, que, no obstante, conservan y ejercen sus derechos individuales como tales miembros, mas únicamente en este sentido.

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Ya se ha hecho referencia a que ni la propiedad ni la herencia, a pesar de ser creaciones del Derecho, son ficciones, y lo mismo pue­de afirmarse de todas las demás instituciones jurídicas, incluso de aquellas que imitan a la naturaleza, como la adopción o la legitima­ción de hijos, o de aquellas otras que protegen la confianza en la apariencia, fundamentadas en la buena fe y en aras a la seguridad del tráfico jurídico, como la usucapión o las adquisiciones a non domino. Pero todas ellas tienen envergadura jurídica, por responder a una realidad empírica, económica y social, y la mayoría de ellas están recogidas y reglamentadas por el Derecho positivo de las dis­tintas naciones, con diversas modalidades por razones de idiosincra- cia o especiales particularidades, en su calidad de necesarias para la función protectora de los intereses humanos y, en definitiva, en pro de la coexistencia social. En este mundo jurídico, llamado «Derecho institucional» por Roca Sastre, están inmersas gran variedad de fi­guras jurídicas, unas descubiertas, otras aún no, y entre las primeras hay que incluir la sociedad, la asociación, la fundación y las demás personas jurídicas.

M enotti (Novissimo Digesto Iitaliano, 1965, XII, pág. 1038 y ss.) expresa que la verdad es que la persona jurídica es una creación del Derecho en relación a una realidad social, del mismo modo como la persona es una creación del Derecho en relación a una realidad corpórea y define aquélla en general como la unidad social, consti­tuida por una organización de personas y medios idóneos, dirigida a la satisfacción de fines de interés colectivo y permanente, que el ordenamiento jurídico reconoce como sujeto independiente de dere­chos y deberes jurídicos, sujeto destinado a querer y actuar por medio de personas físicas.

III. El método histórico es utilizado magníficamente por Cámara y Prada (Sociedades comerciales, Ponencia del XII Congreso Interna­cional del Notariado Latino, Buenos Aires, 1973), al auscultar el ver­dadero sustrato de la persona jurídica de tipo asociativo, y por el propio Cámara (Estudios de Derecho Mercantil, 2.a ed., I, pág. 169), al estudiar el significado y alcance de la personalidad jurídica re­conocida a las sociedades mercantiles.

En la primera obra se expresa que «la historia pone de relieve que la autonomía inherente a lo que hoy llamamos personas jurí­dicas se reservó durante muchos siglos a un número muy limitado

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y concreto de grupos, caracterizados precisamente por responder al cumplimiento de fines públicos o cuasi públicos», y se estudia la evolución histórica de la personalidad jurídica en el Derecho romano, en el ius comunne, y la progresión posterior, con especial hincapié en las sociedades privadas coloniales, precisamente de tipo de anó­nimas, hasta llegar al siglo XIX, en que casi todas las legislaciones reconocieron la personalidad jurídica de las sociedades mercantiles, aunque algunas reservaron esta conceptuación para ciertas formas especiales, las capitalistas, y sustituyeron el sistema de concesión o aprobación administrativa, a veces judicial, por el llamado régimen de las «disposiciones normativas». Además, se constata en dicha obra la menor complicación de la evolución de la personalidad jurídica en el Derecho anglosajón, y se apunta como causa de ello el prag­matismo de sus juristas.

También en las obras citadas se emplea el método comparativo, no sólo entre el civil law y el common law, sino entre las legislaciones del llamado Derecho continental. Así se reconoce que fue el Código Napoleón el primero en reconocer personalidad jurídica a todas las sociedades, y se constata la curiosidad del desconocimiento por la legislación napoleónica de la teoría general de la personalidad jurí­dica, debido a razones de índole política, por no querer admitir nin­guna organización intermedia entre el Estado y el individuo, debiendo haber transcurrido muchos años para superar este prejuicio.

Concretándose a España, se constata por Cámara y Prada que se sigue en la época codificadora el ejemplo francés, favorable a la ge­neralización del concepto de persona jurídica, pero con la diferencia importante de que la generalización no se limita a las sociedades, lo que se comprende por razón de la proclamación del principio de libre asociación por la ideología revolucionaria de 1868. Así lo pro­clama el artículo 116 del Código de comercio y los artículos 35 y 1669 del Código civil. Además, a diferencia de los ordenamientos alemán, italiano y holandés, nuestro Derecho califica de personas jurídicas a todas las sociedades, civiles y mercantiles, cualquiera que sea el tipo o forma de éstas.

IV. A continuación, Cámara y Prada (Sociedades, pág. 172 y ss.; Estudios, pág. 52 y ss.) sostienen que respecto de la persona natural, es decir, del hombre, nuestro Código civil acepta su condición de persona como algo dado por su propia esencia, de donde al con-

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siderarle persona, no hace sino respetar una exigencia del Derecho natural, mientras que «por el contrario, al tra tar de la persona jurí­dica, se cuida muy bien de advertir que su personalidad es, en último término, una creación de la ley, como se desprende claramente de las definiciones... que formula su artículo 35, "así como que” la per­sona jurídica, como demuestra claramente su historia, no es más que un instrumento técnico que tiene por finalidad dotar de autonomía un patrimonio y facilitar el ejercicio de los derechos y el cumpli­miento de las obligaciones dimanantes de las relaciones jurídicas que lo integran», y que el alcance de la personalidad jurídica otorgada a las sociedades debe fijarse en función de esta finalidad», pues, en otro caso, es decir, cuando la personalidad de la sociedad se utilice como pantalla para eludir el cumplimiento de las leyes, será nece­sario prescindir de esta vestidura formal para enfrentarse con lo que hay debajo de ella y hacer justicia».

No cabe duda que esta postura entronca con las teorías dogmá­ticas de la ficción, del expediente o instrumento técnico, e incluso del patrimonio-fin acerca de la sustancia o esencia de las personas jurídicas. En relación a la misma, cabe hacer las consideraciones si­guientes:

a) Para Ferrara, aunque califique a la persona jurídica de for­ma, no de ente o ser, la misma no es una invención de la Ley ni un procedimiento técnico descubierto, es decir, inventado, por los juris­tas, sino la traducción jurídica de un fenómeno empírico, real o social.

Se apuntaba antes que la persona jurídica es creación del Dere­cho, que, como condicionamiento de la conducta o voluntad humana en pro de la coexistencia social, cuida de que dicha voluntad, en su concepción abstracta de centro unitario de volición, individual o de survolición, se ejerza, unitaria o sintéticamente en ambos casos, para la consecución de fines justos y legítimos.

Existen dos clases de personas o de personalidad, la individual o natural, creación del mundo físico, y la jurídica o social, creación del mundo jurídico. Esta última no es una invención de la Ley ni un producto de la técnica jurídica, pues el legislador o el jurista lo encuentra ya conformado en dicho mundo jurídico, es decir, en el Derecho institucional que existe, como existen los mundos físico y químico. Mas la voluntad, como resorte para dinamizar el Derecho

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mediante el ejercicio de los derechos subjetivos, tiene la misma ca­lidad o naturaleza en la persona individual que en la jurídica. Esta ha de ejercerla en forma unitaria o fundida, como voluntad de grupo, no como suma o simple unión de voluntades individuales diversas. Esto último sucede en las situaciones de pura comunidad.

Aunque existan, por tanto, dos clases de personas, no obstante, únicamente existe una sola forma de la voluntad, si bien puede ser funcionalizada por ambos tipos de personas.

b) A base de efectuar la exégesis del artículo 35 de nuestro Có­digo civil, resulta que la personalidad de las corporaciones, asocia­ciones y fundaciones de interés público «empieza desde el instante mismo en que, con arreglo a Derecho, hubiesen quedado válidamente constituidas», mientras que las asociaciones de interés particular (so­ciedades), sean civiles, mercantiles o industriales, son sólo personas jurídicas en el supuesto de que la Ley les «conceda personalidad pro­pia, independiente de la de cada uno de sus asociados».

En rigor, la concesión del status personae tiene lugar legal y prác­ticamente a la inversa de lo que preceptúa dicha norma. Así las per­sonas jurídicas, o bien tienen un origen histórico natural (Estado y Municipios), en cuyo caso no necesitan requisito alguno de conce­sión del status personae, pues éste lo tienen per se, o bien tienen su origen en una ley creadora de las mismas, como las Corporaciones o sociedades establecidas por el mismo Estado (un Banco oficial), y en esta hipótesis la concesión de la personalidad está implícita de la misma ley creadora, o bien tiene un origen voluntario, en cuyo caso basta para obtener la personalidad jurídica autónoma que se cumplan los requisitos fijados por la Ley, generalmente de publici­dad y a veces de autorización administrativa.

La ley creadora de una persona jurídica en su caso únicamente tiene la función de ser el acto fundacional de la misma, para auto­máticamente pasar a ser una entidad con voluntad y vida propias e independientes.

El acto voluntario de erección de una persona jurídica, asocia- cional o fundacional, también tiene sólo la trascendencia de ser el negocio fundacional de la entidad y, una vez conseguida la perso­nalidad jurídica, la misma se desenvolverá social, económica y jurí­dicamente como un ser o, si se quiere, como una forma de ser tam­

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bién con voluntad y vida propia e independientes. Incluso los requi­sitos de publicidad o la correspondiente autorización administrativa integran únicamente el acto fundacional por ser simples requisitos constitutivos y, en cierto modo, de control, exigidos por la ley, como mínimos, por razones de orden público y de protección a terceros.

c) La evolución histórica de la personalidad jurídica demuestra que ésta se reconocía cuando la misma era necesaria económica y socialmente. Limitada esta necesidad primeramente a la protección del ejercicio de la voluntad colectiva en orden a la consecución de utilidades o intereses públicos o cuasi públicos, transcurridos los oscuros siglos del llamado Derecho intermedio, un siglo después de la inauguración de la época moderna de la historia mundial, nuevas necesidades, especialmente de comercio con el exterior y de explo­tación de las colonias, hacen surgir en Europa verdaderas sociedades anónimas, con participación de capital privado, si bien sometidas al sistema de octroi en su constitución y a un control del Estado en su vida y gestión, de forma que prácticamente tenían un carácter semi- público.L - ,

El fenómeno llamado por Marx «centralización de capital» se halla vinculado a la evolución de la economía capitalista o liberal, nacida al amparo del principio de libre competencia de Adam S m ith , que se agudizó con la revolución industrial y con la producción en masa. La crisis económica de 1874 puso a prueba la aplicación estricta de la libre competencia entre empresas, y un instinto de conservación indujo a los comerciantes a unirse, mediante integrarse en socieda­des, personalistas o capitalistas, según la importancia económica del negocio y la propia naturaleza del mismo, aparte de otras circuns­tancias o influencias concurrentes.

Al final y ya en nuestro siglo fue la sociedad anónima, con la li­mitación de responsabilidad de los socios y su gerencia autónoma del capital social, el elemento dinámico del gran capitalismo. Desapa­recieron muchas empresas individuales, y las sociedades colectivas y comanditarias se transformaron en anónimas. Además, la sociedad por acciones constituye históricamente el más logrado tipo societario para la concentración de empresas, pues envuelve una doble concen­tración, la de capitales y la de poder, control o autoridad. La primera tiene su último reflejo en el actual anteproyecto sobre ley española de sociedades anónimas con la admisión de las acciones sin voto des­

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tinadas a los pequeños inversionistas, que sólo se preocupan por el cobro de sus dividendos, y la segunda se manifiesta con la admisión de acciones privilegiadas, de derechos de suscripción preferente y de limitaciones estatutarias a la libre transmisibilidad de las accio­nes. De esta manera, es verdad lo que el autor de El Capital decía respecto de la compañía capitalista, al afirmar que la misma trans­forma al capitalista que realmente lo era en un simple gerente o ad­ministrador del capital de otras personas y a los propietarios del capital en simples propietarios o poseedores de dinero. Por otra parte, la creación y existencia de muchas sociedades anónimas ha sugerido inmediatamente agrupaciones de las mismas que sirven de marco para las verdaderas operaciones concentradoras, principalmente fu­siones y grupos de empresas.

Pero a este gran desenvolvimiento y, en cierta manera, abuso de la sociedad por acciones precedió una etapa de existencia de propias y verdaderas sociedades personalistas, la mayoría colectivas y algu­nas comanditarias, que respondían al concepto técnico de persona jurídica.

Muchos empresarios individuales, ante las consecuencias inversas del capitalismo y frente al ideal de Adam S m ith , necesitaron aunar sus esfuerzos, trabajo y patrimonio comercial con otros empresarios individuales para lograr una concentración, horizontal o vertical, de sus valores y poder luchar por la clientela. Es una realidad que en determinadas zonas industrializadas de España (la agricultura es otro problema, tan grave o más que el industrial) vivían muchas sociedades colectivas y algunas comanditarias, fruto de la necesidad de la con­centración de esfuerzos comerciales o industriales. Algunas veces la unión era entre familiares, más o menos próximos; otras veces, entre amigos o personas unidas por lazos de afinidad muy heterogéneos. Mas la realidad es que, con salvadas excepciones y modalizaciones, todos ellos se aliaban con la finalidad de lograr mayores beneficios o rendimientos, bajo la intención, querer o voluntad de crear una organización superior a la suma de sus empresas individuales, es decir, con el definido propósito de eregir algo, distinto de sus indi­vidualidades empresariales, una supra-voluntad, formada por la opi­nión de todos, pero engendrada bajo los auspicios de la unidad de pareceres, intenciones y conocimientos técnicos, para así lograr con el resultado del enfrentamiento y diálogo de todos ellos una mejor producción, calidad, rapidez y, por ende, rendimiento.

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En estas zonas industrializadas se respiraba el ambiente explicado. Su evidencia resulta de la realidad vivida no hace mucho por per­sonas que rememoran aún la experiencia. Un simple ejemplo: en cierta población industrializada de Cataluña, las fábricas llevaban un nombre colectivo o la adición «y Cía.», pero, no obstante, existían en la población unos vanguardistas que habían promovido y cons­tituido, bajo la idea avanzada entonces de la concentración de capi­tales, e incluso de empresas, una sociedad anónima. La curiosidad estriba en que las gentes de dicho centro de población, al referirse a las personas, negocios o vicisitudes de dicha sociedad anónima, nun­ca, jamás, se expresaban con el nombre de dicha sociedad, sino con la referencia a la «anónima», sin más, de la villa. Este es un elemento de prueba suficiente para considerar que las otras sociedades, gene­ralmente colectivas, distintas de la anónima, se estimaban como ver­daderas sociedades y no como un simple grupo de individuos, si bien tenían el presentimiento de que la sociedad anónima era algo más o un poco más que ellos, más complicado, algo distinto, en cierto modo superior, pero con recelos de que lo fuera. La realidad des­mintió dichos recelos.

Esta preponderancia de la sociedad anónima es actual. Las expre­sadas prerrogativas de esta forma social y el fracaso del intento de un tipo societario que nació fracasada, la llamada sociedad de res­ponsabilidad limitada, esquema nacido de la práctica y consagrada legislativamente, pero que no ha cuajado por ser un disfraz en parte de la sociedad colectiva y en otra de la sociedad anónima, ha dado lugar hoy a que la casi totalidad de las sociedades que se constituyen adopten la organización de la sociedad anónima, por razones de una mayor flexibilidad de su normativa o estatuto jurídico y por posibles facilidades en orden a su modificación, transferencia de partes so­ciales e incluso de liquidación.

Pero esta resultancia presente del Derecho societario español no empece a que hayan existido y aún existan actualmente, aunque po­cas, ya que se han transformado en muchas veces aparentes socie­dades capitalistas verdaderas sociedades colectivas y comanditarias, que, en su momento histórico, respondieron a una realidad económi­co-social sentida y, por tanto, querida y consentida, por ser la causa de su fundación y de su vida y persistencia una supervoluntad o survolición de grupo, y no una simple situación o estado de comu­nidad. A la inversa, hay sociedades anónimas y de responsabilidad

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limitada en las que el tipo o forma de tales únicamente disfraza una sociedad personalista y muchas veces una propia comunidad de bie­nes, sin compenetración íntima o sustancial alguna de los socios, por no constituir o conformar una survolición o una voluntad colectiva o de grupo, sino un simple grupo o suma de voluntades. Así ocurre unas veces por tratarse de una sociedad de las llamadas «cerradas», es decir, dominada por uno o varios socios de los que la componen, a través de las normas establecidas en los estatutos sociales, y a las que antes hemos hecho referencia. Otras veces enmarcan, en realidad, una comunidad familiar, con preponderancia política y económica del cabeza de familia, sin perjuicio de que a posteriori se vayan am­pliando los poderes de concentración económica y de poder a otros miembros de dicha familia. Y en el peor de los casos, este carácter cerrado y, en ocasiones, familiar de la sociedad da lugar a una so­ciedad unipersonal, lógicamente atacada por la doctrina de jurispru­dencia y por la proyectada legislación española sobre sociedades anónimas.

d) Es indudable que al lado de la voluntad o conducta humana puramente individualista o ególatra existe una voluntad también hu­mana de colaboración o cooperación. Jurídicamente esta última nece­sita un instrumento para su iniciación y creación y un estatuto o código para su desenvolvimiento.

Dejando aparte los supuestos de colaboración humana de origen natural, así como los que tienen su origen en la ley, las demás hipó­tesis de voluntad colaboradora se deben a un acto voluntario, y con­cretamente en una declaración jurídica de voluntad querida, concor­dada y, claro está, recíproca, bilateral o plurilateral. Son los llamados negocios o contratos de unión o colaboración, en los que se erige o crea la misma y se regula o normativiza su desarrollo. Hay, por tanto, una voluntad de fundación y una voluntad de reglamentación.

Con dichos negocios o contratos se da, pues, forma jurídica a la unión, colaboración o cooperación. Esta puede tener una finalidad puramente económica o de ganancia, como en la sociedad y en los contratos parciarios, o una finalidad superior a la meramente eco­nómica o de ganancia, generalmente institucional, social o benéfica o altruista, como en las asociaciones, cooperativas y grupos de co­lonización, o en el matrimonio y en el llamado contrato matrimonial de bienes. Hay que excluir de esta materia el acto o negocio de erec­

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ción de una propia fundación, con su negocio de dotación, ya que, si bien hay una voluntad de creación y de normativa, no obstante, se trata de ima sola voluntad humana, la del fundador, si bien obje­tivada o petrificada, y por tanto, separada del mismo para vivir des­pués en forma independiente. En cambio, en los negocios de colabo­ración, la voluntad dirigida a la misma es viva, se reitera y se confirma continuamente mientras dura el más o menos largo tracto de su cum­plimiento o persistencia.

Se ha dicho que estos negocios de unión o colaboración no son verdaderos contratos, y contra esta afirmación se ha arremetido a base de sostener que, si bien en ellos se unen las prestaciones de todas las partes en una dirección o convergencia para la consecución de un fin común, bajo un animus o collaboratio conjuntos, no por ello dejan de ser contratos, si bien diferenciados del tipo general de contrato, pues en éste hay intereses distintos y opuestos, mientras que en aquéllos hay también intereses distintos, pero iguales. Impor­tante en estos contratos de unión es que existe un ánimo, intención o voluntad de todas las partes convergente a un fin común, de forma que no puede hablarse de prestación y contraprestación, sino de pres­taciones conjuntas. No hay oposición o transacción de voluntades y, por tanto, de intereses, sino unión o conjunción de voluntades e in­tereses.

Esta conjunción y coincidencia de voluntades dirigidas a la pro­secución de intereses comunes da a estos contratos estructura neta­mente asociativa. Así ocurre, claro está, con la sociedad, las asocia­ciones y las cooperativas, pero la misma nota se da en los contratos parciarios, como en el contrato de participación en los beneficios, en las cuentas en participación, en los bonos o acciones de disfrute, en el contrato de edición e incluso en el contrato de aparcería, aunque en la legislación vigente se le catalogue de arrendamiento. Así lo demuestra la calificación de la aparcería por el Digesto de quasi ius societas, lo que tiene su reflejo en el artículo 1579 del Código civil, que somete al arrendamiento por aparcería a las disposiciones re­lativas al contrato de sociedad, así como en el actualmente discutido (en el seno del Congreso de Diputados) proyecto de Ley de Arrenda­mientos rústicos, que toma en consideración para calificar un con­trato de aparcería el buen criterio de los quantums de aportación del propietario, de duración del contrato y la participación de los frutos o beneficios, pues sólo cuando dichos quantums son medios

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hay un propio contrato de aparcería, ya que si la aportación del pro­pietario es máxima habrá un contrato de servicios, y si es mínima habrá un contrato agrario de tipo enfitéutico. También llama la aten­ción que el artículo 1395 del Código civil someta a la llamada sociedad de gananciales a las reglas del contrato de sociedad.

El contrato de sociedad es, pues, el modelo, tipo o patrón de este tipo de contratos de colaboración, como el de compraventa lo es de los contratos en que hay oposición de voluntades e intereses.

Es nota típica de los contratos de colaboración la puesta en co­mún por las partes de bienes, derechos o actividades, es decir, de trabajo en sentido genérico.

é) Limitándonos a las sociedades, Cámara (Estudios, I, pág. 168) afirma: «Toda sociedad es, al menos desde el punto de vista económi­co, una empresa que pertenece en común a varias personas. Nuestras leyes (arts. 1665 del Código civil y 116 del Código de comercio) se cuidan de destacar que el origen de la sociedad consiste en la "puesta en común de dinero, bienes o industria”, examinando dicho autor a continuación las tres fórmulas de organización de esta comunidad, la comunidad romana o por cuotas, la comunidad de tipo germánico y la persona jurídica.»

Pero, como el propio Cámara expresa, esta puesta en común es el origen de la sociedad. Es el objeto del propio contrato de socie­dad como tal contrato, es decir, las obligaciones contraídas por los socios de efectuar sus aportaciones de bienes o trabajo, pero este objeto constituye únicamente el instrumento y contenido económico indispensable para la consecución del fin último y mediato del con­trato social, que es la obtención de un lucro o beneficio. Mas en el contrato de sociedad hay que detectar algo más. No sólo es ima puesta en común de bienes y trabajo para la prosecución de un fin económico o de ganancia, que perdura más o menos tiempo, como en la mayoría de contratos de colaboración, así como en las situa­ciones de comunidad, de creación incidental o de creación voluntaria y expresa para el logro de aquella ganancia. Es además un acto fun­dacional, de erección o institución de una persona jurídica de origen voluntario. El artículo 125 del Código de comercio expresa que «la escritura social de la compañía colectiva deberá expresar», y lo mis­mo establece el artículo 145 de dicho Código para las sociedades

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comanditarias. Lo que significa que se trata de un acto de creación o establecimiento de una sociedad con personalidad jurídica, no de una mera comunidad. Los artículos 6.° de las Leyes de Sociedades Anónimas y de Responsabilidad limitada, respectivamente, expresan que la sociedad se constituye mediante escritura pública», bajo el epígrafe del correspondiente capítulo «Fundación de la sociedad», y el artículo 11 de la primera ley preceptúa que en dicho escritura se expresara: «2.° La voluntad de los otorgantes de fundar una Sociedad anónima.»

Pero lo trascendente es que, una vez erigida la sociedad como per­sona jurídica, por acto voluntario, la misma tiene una finalidad u objeto inmediato, pero de carácter medial para conseguir la última finalidad de lucro, que es el elemento teleologico de la fundación social y de su vida y persistencia.

Dicha finalidad social inmediata e instrumental puede ser general para las sociedades civiles y debe ser mercantil o industrial para las sociedades mercantiles, con arreglo al artículo 1°, 2, del Código de comercio. No obstante, mientras en las sociedades anónimas y li­mitadas debe ser concreto, según los artículos 11 y 7 de sus respec­tivas leyes, y artículos 102 y 120 del Reglamento del Registro Mer­cantil, en cambio en las Sociedades colectivas y comanditarias no se exige por los artículos 125 y 145 del Código de comercio que se fija su objeto social, si bien lo exigen los artículos 98 y 99 del Re­glamento del Registro Mercantil, sobre el que, como normas regla­mentarias, debe prevalecer el Código de comercio, que en su artícu­lo 136 admite «sociedades colectivas que no tengan género de comercio determinado», y el razonamiento de que el legislador tuvo conciencia de que la sociedad colectiva, con su variante comanditaria, era la so­ciedad general de los comerciantes. Por otra parte, al seguir los ar­tículos terceros de las leyes de sociedades anónimas y de responsa­bilidad limitada el criterio formal puro, se elimina el elemento objetivo para determinar si una Sociedad es civil o mercantil. Con ello cabe la posibilidad de sociedades anónimas con un objeto social general en el sentido de civil, ni mercantil ni industrial, es decir, que no tenga como función la contratación orgánica o tráfico en masa o serie. Y así lo demuestra la práctica, especialmente en materia de sociedades anónimas de tenencia de bienes, sometidas a las normas de transparencia fiscal de la reciente legislación tributaria española. El artículo 14, 2.°, del anteproyecto español sobre sociedades anó-

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nimas incluso prevé la posibilidad de una sociedad anónima sin fi­nalidad lucrativa.

Es cierto que el acto fundacional de una sociedad crea una per­sona jurídica y que en el mismo hay una puesta en común de bienes o industria, que dicha puesta en común se repite si se amplía el ca­pital o la estructura social, así como también es cierto que en el acto de muerte o disolución de una sociedad, con su liquidación, se pro­duce una especie de acto de descomunicación de bienes, no siempre sometido, no obstante, a las reglas de igualdad o proporcionalidad, sino que simplemente consiste en el pago del interés económico que para cada ex-socio proporcionalmente queda en el patrimonio social. Mas aquella puesta en común debe equipararse al negocio de dotación de una fundación que siendo accesorio del negocio de erección de la misma, no por ello deja de ser esencial para el cumplimiento de los fines fundacionales. La diferencia está en que el acto de aportación social es siempre plurilateral, lo que lo acerca a la situación de co­munidad.

Cámara (Estudios, I, pág. 280) rechaza la tesis de Roca Sastre, que califica a la aportación social de acto de comunicación de bie­nes, y la de Martínez Almeida, que la configura de transmisión o enajenación. Y luego formula sus conclusiones; el acto de aportación social, en tanto se dirige a crear un patrimonio autónomo, en el cual van a participar personas ajenas al dueño de los bienes aportados, equivale, para éste, a una verdadera enajenación, pues la aportación, aunque no entrañe, sobre todo desde el punto de vista económico, un desprendimiento total del derecho, modifica sustancialmente la situación jurídica de los bienes que se aportan y debe ser tratada, en principio, como un acto dispositivo.

Ocurre, pues, que al constituir la aportación social un acto colec­tivo o plurilateral, da la sensación, y en cierta manera implica, un negocio de intercomunicación de bienes, e incluso de obligaciones contraídas en orden a una determinada actividad o trabajo. Pero esta naturaleza comunicativa, consecuencia del carácter pluripersonal de la aportación, no perdura en la sociedad como en las situaciones de comunidad y en los contratos de colaboración no típicamente so­cietarios. Por ejemplo, en la aparcería, sus contratantes sólo aportan el goce de los bienes; en las cuentas de participación, el llamado socio oculto aporta la propiedad, mas sólo en sus relaciones internas

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y contractuales, con el denominado socio gestor o comerciante, etc. La comunicación en la sociedad se produce, pero sólo en aras a la creación de un patrimonio autónomo. La sociedad, ya persona jurí­dica, aunque sea por su inscripción de eficacia retroactiva, adquiere, generalmente, la propiedad de los bienes y derechos aportados, o un crédito personal frente al aportante de trabajo. Y el aportante trans­mite dichos bienes y derechos, o asume tales obligaciones frente a la sociedad. Lo propio ocurre con las aportaciones posteriores a la fun­dacional social. Pero al no perder totalmente el contacto con dichos bienes en las aportaciones materiales, pues conserva sus derechos individuales como miembro de la sociedad, el acto de aportación debe configurarse de modificación jurídica. Ya no caben relaciones inter­nas entre los socios y la sociedad respecto de los bienes efectiva y concretamente aportados, sino relaciones internas entre los socios y la sociedad respecto del patrimonio social, considerado como unidad o síntesis. La propiedad de dichos bienes se ha convertido en una titularidad de partes sociales, que le confieren la cualidad de socio y el consiguiente ejercicio de los derechos políticos y económicos de­rivados de tal cualidad. De ahí la profunda crítica de la consideración de la acción como parte alícuota del capital social (art. 33 de la Ley de Sociedades anónimas).

Ser socio implica ser miembro activo de una sociedad, con todos sus derechos individuales inherentes respecto y frente a la misma. Pero, respecto de lo aportado, ha perdido concretamente sus dere­chos y, por tanto, su voluntad carece de poder respecto de ello. Esto no sucede en las demás situaciones de colaboración o de comunidad.

Existe una voluntad de erección y una voluntad de aportación, pero una vez adquirida la personalidad jurídica por la sociedad, aque­llas voluntades quedan sustituidas por una voluntad de socio. Mas, además, existe una nueva voluntad o survolición, la de la sociedad, elaborada por voluntad unánime de los socios, por las Juntas o Asam­bleas Generales o por los órganos de administración de la sociedad. Y esta voluntad tiene autonomía, y como tal, en su calidad de titular posible de derechos subjetivos, tiene poder para ejercitarlos. Esta voluntad, como elemento interno de las declaraciones jurídicas de voluntad, o sea, de los actos y negocios jurídicos, debe, como la de cualquier persona física, existir, estar declarada, coincidir la voluntad declarada con la interna y debe estar exenta de vicios. A ella deben referirse dichos vicios, así como el elemento psicológico de la buena

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ie. o de la ausencia de la mala fe, cuando la misma deba aplicarse jurídicamente respecto de la sociedad, aunque, por ser la buena fe propia de la persona humana, ella debe referirse a la buena fe de las personas que en los distintos casos hayan conformado la voluntad social o colectiva.

Entonces es lógico que la sociedad tenga un ámbito de capacidad propia, distinta de las personas individuales, por excluírseles los ac­tos que se basan en la naturaleza humana. Esta capacidad es la de­terminada en el artículo 38 del Código civil. Y también es lógico que la fijación del objeto social, además de límite de la actividad o fun­ciones de sus órganos, sea una delimitación de su personalidad, en aras a la conservación de su patrimonio autónomo, que constituye la garantía de los socios y de terceros y acreedores. La sociedad no puede realizar su actividad jurídica ultra vires, más allá de su acti­vidad económica (por ejemplo, una sociedad no inmobiliaria puede comprar un inmueble si lo necesita para realizar mejor las opera­ciones propias de su fin, pero no puede traficar o especular con el inmueble, caso de la resolución de 24 de febrero de 1923). De otra forma se contradeciría el principio de autonomía patrimonial, que es accesorio del reconocimiento de la personalidad jurídica. Podría provocar, además, un cambio de objeto social, con peligro para so­cios y terceros, que respectivamente aportaron a la sociedad o con­trataron con ella, por razón de su especial actividad económica u objeto social. Si la sociedad se dedica, en un grado no procedente a su objeto social, a actividades distintas del mismo, la sociedad que­dará modificada en su estructura, organización y fines, y, por tanto, en su propia personalidad jurídica, social, mercantil, industrial y económica. Es lógico que en estos casos la ley conceda a los socios y a los acreedores derechos de separación o de otra índole para ga­rantía y protección de sus intereses. En fin, la fijación de un objeto social profesionaliza las empresas sociales, pues ni un Banco puede dedicarse a negocios inmobiliarios ni una inmobiliaria a hacer de fi­nanciera, y así en otros casos. Es un emblema o marca profesional.

f) Es verdad que la personalidad jurídica, especialmente de las sociedades mercantiles, y en particular de las anónimas, se ha hecho servir demasiadas veces como pantalla para eludir el cumplimiento de las leyes.

La jurisprudencia americana con la doctrina del disregard of legal

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entity, la doctrina científica universal (en la que destaca la obra de R o lf Serick, Apariencia y realidad en las sociedades mercantiles, comentada por Puig Brutau, Barcelona, 1958), y asimismo la juris­prudencia española, han puesto de relieve el abuso de la personalidad jurídica y han suministrado soluciones para corregirlo. La persona jurídica nacional y su cualidad de enemigo, la dominación del mer­cado nacional por empresas extranjeras, generalmente de las deno­minadas multinacionales, las ventas de todas las acciones de una sociedad para burlar derechos de retracto respecto de un inmueble o la comisión de un agente mediador, el fraude a través de la per­sonalidad jurídica de las garantías previstas en un traspaso de ne­gocio o de un embargo, la sociedad unipersonal o ab initio, llamada de conveniencia, o la sociedad unipersonal a posteriori, es decir, re­ducida a un solo socio, y otras consecuencias nefastas producidas a través de una aparente personalidad jurídica, han constituido los grandes temas de la doctrina y jurisprudencia especializada en la materia.

Mas actualmente la legislación fiscal, en vista de los abusos que la personalidad jurídica ha producido en su ámbito, ha tomado defi­nitiva y rigurosamente carta de naturaleza en este aspecto.

La Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963, en su ar­tículo 33, considera sujetos pasivos de las prestaciones tributarias, además de las personas jurídicas, en los impuestos en que así se establezca, las herencias yacentes, comunidades de bienes y demás entidades que, carentes de personalidad jurídica, constituyen una unidad económica o un patrimonio separado susceptibles de imposi­ción. La Ley de Reforma Tributaria de 11 de junio de 1964 establece lo propio, así como los textos refundidos de los correspondientes impuestos. El artículo 9 del de sociedades consideraba sujetos pasivos las sociedades civiles y mercantiles, las asociaciones y, entre otras, las comunidades de bienes que exploten algún negocio gravado por la licencia fiscal del impuesto industrial. Y el artículo 57 del texto refundido del impuesto de transmisiones patrimoniales establece aún que, a efectos de dicho impuesto, se consideran sociedades las cuen­tas en participación, las copropiedades de buques, la comunidad de bienes constituida por acto entre vivos para la explotación de nego­cios mercantiles o industriales, cuyos rendimientos estén sujetos a los impuestos industriales o de sociedades, y la misma comunidad constituida u originada por acto mortis causa cuando se continúe en

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régimen de indivisión la explotación del negocio del causante por un plazo superior a tres años.

Hasta aquí fiscalmente eran las situaciones de comunidad y al­gunas otras figuras jurídicas, entre ellas las cuentas en participación, las que se equiparaban fiscalmente a las sociedades.

Pero con la reforma fiscal de 1978 de los impuestos sobre la Renta se varió profundamente el sistema y, por tanto, el concepto de sujeto pasivo de dichos impuestos, procediéndose a la inversa. Los artícu­los 12 de la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y el artículo 27 de su Reglamento imputa o atribuye a los socios, herederos, comuneros y partícipes las rentas correspondientes a las sociedades civiles, herencias yacentes, comunidades de bienes y de­más entidades a que se refiere el artículo 33 de la Ley General Tri­butaria. Lo que más llama la atención de dicho precepto es la equi­paración de las sociedades civiles en todo caso a las situaciones de comunidad.

Pero respecto de las demás sociedades no civiles, sino mercan­tiles, la gran novedad es considerar transparentes, es decir, inexis­tentes tributariamente, a las siguientes entidades o figuras: a las sociedades de inversión mobiliaria cuyas acciones no sean de coti­zación calificada, aunque no constituyan una holding o sociedad de cartera, sino una simple sociedad administradora del ahorro privado, canalizándola en una multiplicidad de inversiones bajo una adecuada administración financiera y técnica, seguramente por entender que dichas sociedades con acciones sin cotización calificada son meros fondos de inversión, o sea, en rigor, meras comunidades de valores mobiliarios; a las sociedades de cartera o holdings, por tratarse de agrupaciones de accionistas de varias sociedades mediante la crea­ción de una sociedad a la que aportan sus respectivas acciones o par­ticipaciones, ahorrándose la fusión, que sería el modo apropiado de concentración de empresas, y entiende la ley que una sociedad es de cartera cuando más de la mitad de su activo está constituido por va­lores mobiliarios; las sociedades de mera tenencia de bienes, en las que más del 50 por 100 del capital pertenezca a un grupo familiar (parentesco en línea directa o colateral, consanguinez o por afinidad, hasta el cuarto grado), o bien en que más del 50 por 100 del capital social pertenezca a diez o menos socios (sociedad cerrada), y se en­tiende por la Ley que una sociedad es de mera tenencia de bienes

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cuando más de la mitad del activo no está afecto a actividades em­presariales o profesionales; y las entidades jurídicas constituidas para el ejercicio de un actividad profesional en las que todos los socios sean profesionales de dicha actividad.

Por consiguiente, a efectos fiscales, las expresadas sociedades o entidades no son personas jurídicas, imputándose a los socios los beneficios (o pérdidas), aun cuando no hubiesen sido objeto de dis­tribución.

En los supuestos de transparencia fiscal, tales sociedades o enti­dades no tributarán, como es lógico, por el impuesto de sociedades, sino que son los socios quienes tributan por el impuesto sobre la renta de las personas físicas.

Una novedad más consiste en la opción al régimen de transpa­rencia fiscal concedido a todas las demás sociedades, cualquiera que sea su forma o actividad, que no excedan de veinticinco socios y que tengan un capital inferior a cien millones de pesetas, régimen que dura tres ejercicios. No cabe duda que esta norma está pensada en las pequeñas y medianas empresas sociales para que sus socios se beneficien del acaso tipo impositivo inferior del impuesto sobre la renta de las personas físicas en relación con el del impuesto de so­ciedades. El Reglamento del expresado primer impuesto en su ar­tículo 29 concede también dicha opción a las asociaciones, agrupa­ciones temporales y uniones temporales de empresas, así como a las cooperativas, cuando las mismas se consideren beneficiosas para la economía española, con los trámites, requisitos y condiciones que se­ñale la legislación especial.

Además, la legislación tributaria exigió que las sociedades de trans­parencia fiscal, ya lo sean con carácter preceptivo, ya lo sean por opción, tengan sus acciones nominativas y que declaren la relación de sus socios el día 31 de diciembre de cada año, indicando el bene­ficio imputable a los distintos socios.

Por otra parte, dicha legislación facilitó la disolución de las so­ciedades transparentes fiscalmente (que reuniesen dichas condicio­nes el 23 de mayo de 1978, fecha de publicación del proyecto de ley en el Boltín Oficial de las Cortes), si se disolvían en el plazo de doce meses a contar de la entrada en vigor de la Ley, o sea, antes del 1 de octubre de 1979, a base de eximirlas del devengo de tributo alguno,

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así como tampoco devengará tributo alguno la modificación estatu­taria requerida para que las acciones de las sociedades transparentes pasen a ser nominativas.

Estas disposiciones tuvieron éxito en la práctica, y fue grande la acumulación de disoluciones de sociedades otorgadas antes de dicha fecha en las Notarías.

Hasta aquí la llamada transparencia fiscal, en cuyo examen he invadido tal vez terreno ajeno, pero aquí interesa estudiar la transpa­rencia sustantiva o de fondo de las sociedades, es decir, su realidad o su ficción. No obstante, las indicadas normas fiscales, entre otras más que aquí no tienen espacio, ponen de manifiesto que, con un adelanto en el tiempo de lo fiscal, cuyo trasfondo es esencialmente económico, sobre lo sustantivo, han querido resolver y han resuelto en muchos casos el problema de las sociedades ficticias, aparentes o transparentes en hipótesis que resultaban a menudo graves, como en materia de fondos de inversión mobiliaria disfrazados de socie­dades, sociedades holding y, especialmente, en sociedades familiares o cerradas de mera tenencia de bienes, sin vínculo alguno con acti­vidades mercantiles o industriales, entre ellas las llamadas en la práctica sociedades generales inmobiliarias.

Además, la nueva legislación tributaria ha tenido en cuenta a las pequeñas y medianas empresas sociales, concediéndoles el explicado derecho de opción. Es recomendable optar por el régimen de trans­parencia cuando se trate de sociedades que repartan la mayor parte de los beneficios y en las que sus socios tengan Una homogeneidad en la imposición por renta de las personas físicas y, lógicamente, siempre inferior, en cuanto al tipo, a un 33 por 100.

En cambio, es criticable la rigurosidad empleada por la Ley fiscal respecto de las sociedades civiles. Ha cerrado tal vez la posibilidad de utilizar del Derecho institucional una figura jurídica que puede responder a una realidad existente.

V. Ha llegado la hora de las conclusiones, aunque se formalicen a disgusto por el peligro que siempre envuelven.

A) Parece que hay dos tipos de empresas en el mundo económico actual, la gran empresa, por un lado, y la pequeña y mediana empre­sa, por otro.

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ba. expresada legislación fiscal, en orden a la opción al régimen de transparencia, toma en consideración para calificar a una empresa social de mediana o pequeña el número de socios y la cifra del capital social.

La Ley de sociedades anónimas, en su artículo 4.°, modificado por la Ley de 5 de diciembre de 1968, tiene en cuenta la cifra de capital, al imponer la forma anónima a toda sociedad que limite en cualquier forma la responsabilidad de los socios, con excepción de las coman­ditarias simples, y que tengan un capital superior a 50 millones de pesetas.

La ley de sociedades de responsabilidad limitada da beligerancia al dato del número de socios, al disponer su artículo 1.°, 2, que los socios no excederán de cincuenta.

El anteproyecto de ley española de sociedades anónimas exige para las mismas un capital social no inferior a cinco millones de pesetas y prevé que disposiciones especiales puedan señalar una cifra superior para el capital mínimo de sociedades anónimas cuyo objeto social sea el ejercicio de determinadas actividades económicas (ar­tículo 4.°), requiere en la fundación simultánea que el número de fundadores no sea inferior a cinco (art. 12), so pena de disolución si se reduce el número de socios por debajo de cinco, sin que se resta­blezca en el plazo de un año (art. 243, 5.°), permite la emisión de acciones privadas del derecho de voto solamente a las sociedades que coticen sus acciones en Bolsa (art. 43) e impone la forma de admi­nistración social de un consejo de vigilancia y una dirección uniper­sonal o colegiada a las sociedades que coticen sus títulos en Bolsa, las sociedades cuyo capital sea superior a 200 millones de pesetas, las sociedades que empleen a más de 500 trabajadores y las socie­dades en que lo exijan leyes especiales.

El Decreto de 20 de julio de 1974, por el que se aprueba el Plan de Contabilidad para las Pequeñas y Medianas Empresas, en su nota quinta, después de indicar que la clasificación de las empresas por razón de su tamaño y dimensión es materia sobre la cual no existe, al menos hasta ahora, una doctrina dominante, excluye de dicho plan y considera grandes empresas las sociedades cuyos títulos se coticen en Bolsa, las sociedades que emitan obligaciones, bonos u otros tí­tulos representativos de deudas, las sociedades que formen parte de un grupo nacional o extranjero, bien como dominantes, bien como

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dominadas, los establecimientos permanentes en España de socieda­des extranjeras y las sociedades españolas con establecimiento per­manente en el extranjero.

La Orden de 25 de noviembre de 1977, sobre distribución del cré­dito, considera, a sus solos efectos, grandes empresas aquellas que, según los datos de la Central de Información de Riesgos del Banco de España a 30 de septiembre de 1979, hayan dispuesto, por créditos y descuento comercial y financiero, en el conjunto de las institucio­nes crediticias, de un volumen superior a 300 millones de pesetas, y estima que la diferencia entre el total de crédito en cada momento y el que corresponda a las grandes empresas se considerará como cré­dito a las empresas medianas y pequeñas.

Todos estos criterios, positivos o negativos, con más o menos in­tensidad, son los que, supongo, deben tomar en consideración las disposiciones oficiales que se dicten sobre las medianas y pequeñas empresas, así como los organismos, más o menos oficiales, que existen para la defensa de sus intereses, entre ellas el Instituto de la Pequeña y Mediana Empresa Industrial y el C.E.P.Y.M.E., integrado éste hoy al C.E.O.E. sin pérdida, no obstante, de su entidad.

B) La gran empresa, que lo sea por el gran número de socios, muchos de los cuales serán simples inversores a la caza del divi­dendo o del importe de las ventas de los cupones de preferente sus­cripción en caso de aumento del capital social, por la elevada cifra de este capital, por la efectiva organización de una administración colegiada, por la cotización de sus acciones en Bolsa, por la emisión de obligaciones o bonos, por formar parte de un grupo de empresas, por participar en grado importante en las fuentes de financiación, etcétera, adopta siempre o casi siempre la forma o tipo de sociedad anónima. Las causas técnicas de una mejor producción y las causas financieras y las relacionadas con el dominio del mercado son las que han engendrado la gran empresa, así como los grupos de em­presas.

Hay, además, actividades económicas en que la misma ley exige para su desarrollo que sus empresas adopten el tipo de sociedad anó­nima, como las de seguros, junto con mutuas (art. 1° de la Ley de 16 de diciembre de 1964, en trance de reforma), las de capitalización y ahorro, junto asimismo con mutuas (art. 1.° de la Ley de 22 de di-

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ciembre de 1955), las de inversión mobiliaria (art. 1° de la Ley de 26 de diciembre de 1958), las de financiación de ventas a plazos (ar­tículo 1.° del Decreto-ley de 27 de diciembre de 1962), las bancarias (art. 2.° del Decreto de 13 de enero de 1962), las sociedades de garan­tía recíproca (Real Decreto de 26 de junio de 1968 y Ordenes de 12 de enero de 1979), las llamadas sociedades de empresas (Ley de 28 de diciembre de 1963), las de investigación y explotación de hidrocar­buros, los casinos de juegos, etc. Otras veces la ley impone alterna­tivamente la forma de sociedad anónima o la de sociedad de res­ponsabilidad limitada, como en las publicitarias.

Respecto de estas grandes empresas sociales, generalmente anó­nimas, nadie discute la realidad de su personalidad jurídica. En la práctica, la gran sociedad se presenta y manifiesta como un verda­dero centro unitario de survolición o como unión orgánica de sur- volición para la consecución de fines permanentes, no fugaces, y co­lectivos o supraindividuales. Existe una voluntad unitaria, una voluntad colectiva organizada. La gran empresa social tiene una voluntad pro­pia, independiente de la de sus miembros. La dinamización de aque­lla voluntad social o colectiva se realiza por los órganos administra­tivos o por las Juntas Generales. Sólo en este sentido los socios, en su calidad de miembros activos de la corporación, conforman la vo­luntad social, y, una vez formada, la misma adquiere sustantividad propia, desgajada de las distintas voluntades individuales que la han estructurado. La gran empresa social, además, tiene un objetivo o fin propio, el cumplimiento constante del objeto social. Claro que con este cumplimiento se satisfacen los intereses individuales, de ganancia o económicos de los socios, que es la finalidad perseguida por éstos al participar en la sociedad. Mas éste no es el fin inmediato o directo de la sociedad o de la voluntad social, sino el fin último o mediato de la colaboración de todos y cada uno de los miembros de la sociedad. Claro está que los destinatarios definitivos de este lucro o ganancia son los hombres, pero como sujetos del derecho de asociarse. El destinatario, en cambio, de la realización del objeto social o de la sociedad, o sea, el verdadero interesado, es la propia sociedad. La consecución de estos intereses permanentes y colectivos que constituyen el objeto social tienen su fuente y medio para ob­tenerlos, en la voluntad social o colectiva, en una survolición. Esta se estructura y desarrolla con abstracción de las voluntades e in­tereses humanos o individuales de los socios, que únicamente tienen

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beligerancia en su individualidad en su calidad de ser miembros ac­tivos de la sociedad. Existe una voluntad de grupo, y no un grupo de voluntades.

C. Respecto de las medianas y pequeñas empresas, hay que in­tegrar en ellas aquéllas con objetivo mercantil o industrial, sea de producción, sea comercial, sea de servicios, no las puramente agrí­colas y profesionales, que carecen de mercantilidad, aunque econó­micamente sean empresas, y prescindiendo en todo caso de las em­presas de dimensiones muy reducidas, con un mínimo de inversión y un mínimo de rendimiento, que son empresas, pero no mercantiles, aunque ejerzan ima actividad mercantil. Dichas empresas medianas y pequeñas pueden ser individuales o sociales, según se ejerzan por un comerciante o empresario que sean una persona física o varias en común o por una sociedad mercantil. La empresa mercantil so­cial, es decir, la sociedad mercantil contemplada como empresa, es, pues, aquella en que la actividad económica de producción, de co­mercio o de servicios es ejercida por una sociedad mercantil.

1. La primera consecuencia de este carácter de la empresa social es que una sociedad mercantil exige para su existencia que consista en una unión orgánica de survolición, lejos de toda idea de una sola y única voluntad individual o de varias en común. Deben concurrir varias voluntades individuales, que deben contemplarse no singular­mente, sino globalmente como constitutivas de una voluntad colec­tiva, superior o, al menos, diferente, de la suma de voluntades con­currentes. Por tanto, la sociedad mercantil es esencialmente una asociación de varias personas. Hay una unión o colaboración, de ca­rácter en principio permanente. Por consiguiente, hay que rechazar la sociedad unipersonal, tanto la inicial o de conveniencia como la reducida a posteriori a un solo socio.

La existencia real de sociedades unipersonales, amparada en nues­tro Derecho en las mismas leyes de sociedades anónimas y de res­ponsabilidad limitada y en la propia jurisprudencia, ha puesto de relieve la necesidad o conveniencia de que el empresario individual tenga responsabilidad limitada, a base de separar sus responsabi­lidades general y mercantil. Legislativamente, Liechtenstein y Costa Rica admiten la empresa individual de responsabilidad limitada, siempre que concurran determinados requisitos y garantías. Con ello se han acabado las sociedades unipersonales. La conclusión quinta

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de la segunda Comisión del XV Congreso Internacional del Notariado Latino, París, 1979, expresa que el empresario individual podrá, como el empresario social, limitar su responsabilidad a los bienes que cons­tituyan el patrimonio afectado a la empresa, si así lo declara expre­samente en el acto constitutivo, en escritura pública con publicidad registrai, y que, a falta de tal declaración, el empresario responderá ilimitadamente, pero su patrimonio no empresarial sólo podrá eje­cutarse después de agotado el patrimonio afectado. Esta última fórmu­la de responsabilidad subsidiaria es la prevista para la sociedad uni­personal en el anteproyecto de la ley española de sociedades anó­nimas.

Pero mientras no se legisle sobre el empresario individual de res­ponsabilidad limitada, lo que tardará por ser muy cuestionable, aun­que se adopten al efecto las previsiones y garantías máximas, lo cierto es que continuarán existiendo, a pesar del correctivo fiscal, empresas pertenecientes a una sola persona física o a varias en común con forma societaria, especialmente anónima o de responsabilidad li­mitada.

2. La segunda consecuencia, una vez declarada la transparencia sustantiva de la sociedad unipersonal, o sea, su inexistencia como sociedad, es la de que, si determinados empresarios individuales in­tentan colaborar entre sí mediante concentrar o unir sus bienes y actividades mercantiles en sentido horizontal o verticalmente, nece­sitan ejecutivos más eficaces o requieren más capital para el des­arrollo de las empresas, deberán acudir a la fundación de una empresa social. En el prim er caso la concentración vertical pretende amparar todas las fases de fabricación o/y comercialización de un producto determinado, desde que es materia prima hasta el del artículo aca­bado. La horizontal implica la unión de empresarios dedicados a la elaboración o/y venta de un mismo producto.

Acerca del tipo o forma social a adoptar, la autonomía patrimo­nial relativa de las sociedades colectiva y comanditaria, es decir, la responsabilidad personal e ilimitada, aunque subsidiaria, de los so­cios colectivos por las deudas sociales, constituye el gran inconve­niente para la viabilidad en la actualidad económica, llena de in- certidumbres y riesgos, de dichas formas societarias. El carácter personalista de estas sociedades contribuye con su rigidez al rechazo y abandono de las mismas, pues los socios no pueden ceder su cuota

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social sin el consentimiento de los demás, la sociedad se disuelve por muerte, incapacitación, quiebra o concurso de cualquiera de los socios, y salvo pacto unánime en contrario, todos los socios colectivos son gestores natos, requiriéndose, según los artículos 132 y 138 del Reglamento del Registro Mercantil, voluntad unánime de los socios para cualquier modificación de los pactos sociales.

La autonomía patrimonial absoluta de las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada y la mayor flexibilidad de su normativa o estatuto jurídico en orden a la enajenación de partes sociales, al régimen de mayorías para conformar la voluntad social y a su diso­lución, constituyen las ventajas que han suministrado el triunfo de las sociedades limitadas, especialmente las anónimas, precisamente por el grado mayor de flexibilidad de estas últimas.

Pero al lado de la sociedad anónima abierta al público, que cons­tituye el vestido o forma de la gran empresa, se ha desarrollado, al margen de la sociedad de responsabilidad limitada, que en la práctica ha fracasado, la sociedad anónima cerrada y, dentro de ella, la lla­mada familiar. Se trata de un sociedad anónima con un círculo de socios cerrado, en que actúa el intuitu personae, especialmente a través de la adopción estatutaria de limitaciones a la libre transmi- sibilidad de las acciones, en evitación de la entrada en la sociedad de personas pertenecientes a sociedades competidoras o, en fin, de personas extrañas a la misma o rechazadas por razones de menta­lidad, por razones técnicas o por razones de solvencia comercial. En el anteproyecto de ley española de sociedades anónimas se huele esta dualidad de estructuras societarias anónimas y se admiten, en su ar­tículo 57, restricciones a la libre transmisibilidad de las acciones, si son éstas nominativas, en forma de previa autorización de la sociedad, si los Estatutos mencionan las causas que permitan denegarla, y en otras formas, que hay que entender que consistirán en la creación de un derecho de adquisición preferente.

Pero dicho anteproyecto ha hecho algo más. En su artículo 14, 4°, /), prevé que en los estatutos se haga constar el régimen de las prestaciones accesorias, caso de establecerse, mencionando expresa­mente su contenido, su carácter gratuito o retribuido, así como las eventuales cláusulas penales inherentes a su incumplimiento. Y en su artículo 58 se expresa que la transmisibilidad de las acciones cuya titularidad lleva aparejada la obligación de realizar prestaciones ac-

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cesorias distintas de las aportaciones de capital quedará condicio­nada en todo caso a la autorización de la sociedad. De esta forma se posibilitaría todavía más la personificación de la sociedad anónima, acercándola a la sociedad de responsabilidad limitada, a la que nadie acudirá por razón de la ya actual posibilidad en la misma del esta­blecimiento de prestaciones accesorias, previstas en el artículo 10 de la Ley de sociedades de responsabilidad limitada.

Estas restricciones estatutarias a la transmisibilidad de las accio­nes (art. 46), la exigencia estatutaria de que los consejeros sean ac­cionistas (art. 71, 2), la norma estatutaria de la posesión de un nú­mero mínimo de acciones para votar y la fijación, también estatutaria, del número máximo de votos que un mismo socio puede emitir (art. 38), permitidos por la vigente ley de sociedades anónimas, son los jalones de la posible personificación de la sociedad anónima, que se incrementará si el referido anteproyecto se sanciona con las expre­sadas novedades.

Lo cierto es que hoy únicamente puede aconsejarse a quienes quieran fundar un ente societario para la explotación de un negocio la sociedad anónima y la sociedad de responsabilidad limitada, por las razones ya indicadas. Luego de asesorados, es indudable que es­cogerán la sociedad anónima de tipo cerrado, con adopción, por tanto, de las especialidades estatutarias asimismo indicadas, en particular por una mayor flexibilidad de normativa de las sociedades anónimas frente a las de responsabilidad limitada, así como de una mayor fa­cilidad de negociación de las partes sociales.

3. Una vez elegido el tipo social, los fundadores deben asesorarse acerca de los distintos extremos de los estatutos sociales. Es impor­tante adoptar una buena denominación social, que tenga base para la identificación de la sociedad y, como tal, una máxima eficacia co­mercial. Es trascendental la determinación del objeto social, que, dentro de su concreción, en mi opinión esencial, debe reunir las con­diciones de generalidad indispensables para evitar la necesidad de tener que ampliarlo. Así, por ejemplo, un autor italiano dice que no se emplee el término «zapatos», sino el de «calzado». Es conveniente añadir al objeto social la realización de actividades complementarias o accesorios del mismo. En cambio, hay que entender que no cabe fijar el objeto social por enumeración de actividades o empresas que no guarden relación alguna entre sí, aunque en la práctica así se hace,

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a base sólo de darse de alta del epígrafe correspondiente a una de las actividades enumeradas de la licencia fiscal por impuesto indus­trial. Pero esta corruptela es rechazable, pues el objeto social, según antes se ha dicho, delimita la personalidad jurídica de la sociedad, en el sentido de tratarse de una sociedad sideúrgica, hidroeléctrica, naviera, bancaria, de servicios, comercial, etc. Al efecto, existen dis­posiciones sustantivas, económicas y fiscales que exigen esta concre­ción. En el citado anteproyecto se exige que el objeto social sea «de­terminado en forma precisa». También tiene enjundia una regulación precisa y técnica de las restricciones a la transmisión de las acciones, acerca de los casos en que proceden, excepciones a las mismas, modo de proceder, notificaciones, plazos, precio de venta, y todo ello tanto en las enajenaciones voluntarias como en las forzosas. Y no acaban aquí los consejos ni los extremos que necesitan asesoramiento, pero su examen sería inacabable. Unicamente quiero resaltar dos consejos: la llevanza de una buena, precisa y exacta contabilidad social, y la constancia de que los cargos de la administración social son cadu- cables y deben reelegirse o renovarse.

4. Así las cosas, sólo queda augurar éxito a la empresa social que se constituye, por la realización plena de su objeto social, o sea, de su actividad mercantil o inustrial, y si es así, el lucro, la ganancia o el interés económico individual de los socios se logrará, como fin último y mediato de aquella actividad o empresa social.

Ahora bien, para la consecución directa del objeto, empresa o ac­tividad económica, duradera y colectiva, de la sociedad, que impli­cará mediatamente el logro de lucro o ganancia para sus miembros, es indispensable que exista ima voluntad de grupo, una survolición, que es la que dinamiza los distintos instrumentos para alcanzar aqué­llos. Hay un animus o collaboratio conjuntos, una voluntad fundida, superior o, al menos, diferente de la suma o grupo de voluntades individuales de los socios. Si no es así, es mejor que olviden toda fundación social y se amparen en otra figura jurídica de tipo co­munitario o de naturaleza contractual de simple colaboración.

Por estas razones, al asesorarse los particulares acerca de las ven­tajas e inconvenientes de constituirse en sociedad, el jurista y el

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profesional del Derecho debe hacer una primera y esencial averi­guación, consistente en si es verdad que se tratará de una sociedad, es decir, de una persona jurídica, con una voluntad de grupo, uni­taria y sustantiva.

En resumen, hay que tener vocación de sociedad.