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Daniel Defoe: Robinson Crusoe (1719) Dra. Christiane Zschirnt Daniel Defoe tenía cincuenta y nueve años cuando escribió su primera novela: La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, marino. Para entonces, había tenido una vida llena de continuos altibajos. Defoe sabía lo que era “irse a pique” y cómo salvar su vida de la ruina (esto es, los “restos del naufragio”). Defoe había vivido, de niño, la gran peste que asoló Londres y, un año más tarde, fue testigo del gran incendio que devastó la ciudad. Hijo de un puritano, experimentó lo que significaba pertenecer a una minoría perseguida. Se formó para ser predicador puritano y se unió a una rebelión contra el rey que, desde su inicio, estuvo destinada al fracaso. Se convirtió en hombre de negocios y tuvo que declararse en bancarrota, con una deuda que alcanzaba la entonces considerable suma de diecisiete mil libras esterlinas. Tras publicar un panfleto satírico, fue procesado por “agitador” y permaneció cinco meses en prisión. Fue llevado a la picota, donde la población londinense, en vez de lanzarle verdura podrida y piedras, le cubrió de aplausos. Se declaró en bancarrota por segunda vez, ejerció de espía y agente doble y, a la vez, de editor de un periódico. Redactó folletos políticos, creó una red de espionaje y trabajó para el gobierno británico llevando mensajes secretos. Defoe fue, sucesivamente, rebelde por una causa perdida, empresario, deudor, periodista perseguido, solitario espía de un partido, propagandista político y autor de cerca de quinientos textos. Hasta el final de su vida tuvo que enfrentarse con un montón de deudas y se dedicó alternativamente a mantener alejados a sus acreedores y a aprovechar todas las oportunidades de ganar dinero que se le ofrecían. Su célebre novela sobre el comerciante inglés Robinson Crusoe, al que el destino confinó en una isla desierta, se inspiró en la historia real del marinero Alexander Selkirk. En 1704, tras una disputa con el capitán del barco en el que viajaba, Selkirk solicitó quedarse en una de las islas de Juan Fernández, en la costa de Chile, donde habitó durante cuatro años. Y aunque este suceso le había inspirado para su novela, la obra se convirtió esencialmente en una alegoría de su propia vida. Defoe describió lo que él mismo había experimentado: el naufragio de una quiebra empresarial, el aislamiento y la completa

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Daniel Defoe: Robinson Crusoe (1719)

Dra. Christiane Zschirnt

Daniel Defoe tenía cincuenta y nueve años cuando escribió su primera novela: La

vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe de York, marino. Para

entonces, había tenido una vida llena de continuos altibajos. Defoe sabía lo que era “irse a

pique” y cómo salvar su vida de la ruina (esto es, los “restos del naufragio”).

Defoe había vivido, de niño, la gran peste que asoló Londres y, un año más tarde,

fue testigo del gran incendio que devastó la ciudad. Hijo de un puritano, experimentó lo que

significaba pertenecer a una minoría perseguida. Se formó para ser predicador puritano y se

unió a una rebelión contra el rey que, desde su inicio, estuvo destinada al fracaso. Se

convirtió en hombre de negocios y tuvo que declararse en bancarrota, con una deuda que

alcanzaba la entonces considerable suma de diecisiete mil libras esterlinas. Tras publicar un

panfleto satírico, fue procesado por “agitador” y permaneció cinco meses en prisión. Fue

llevado a la picota, donde la población londinense, en vez de lanzarle verdura podrida y

piedras, le cubrió de aplausos. Se declaró en bancarrota por segunda vez, ejerció de espía y

agente doble y, a la vez, de editor de un periódico. Redactó folletos políticos, creó una red

de espionaje y trabajó para el gobierno británico llevando mensajes secretos. Defoe fue,

sucesivamente, rebelde por una causa perdida, empresario, deudor, periodista perseguido,

solitario espía de un partido, propagandista político y autor de cerca de quinientos textos.

Hasta el final de su vida tuvo que enfrentarse con un montón de deudas y se dedicó

alternativamente a mantener alejados a sus acreedores y a aprovechar todas las

oportunidades de ganar dinero que se le ofrecían.

Su célebre novela sobre el comerciante inglés Robinson Crusoe, al que el destino

confinó en una isla desierta, se inspiró en la historia real del marinero Alexander Selkirk.

En 1704, tras una disputa con el capitán del barco en el que viajaba, Selkirk solicitó

quedarse en una de las islas de Juan Fernández, en la costa de Chile, donde habitó durante

cuatro años. Y aunque este suceso le había inspirado para su novela, la obra se convirtió

esencialmente en una alegoría de su propia vida. Defoe describió lo que él mismo había

experimentado: el naufragio de una quiebra empresarial, el aislamiento y la completa

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soledad interior que vivió como portador de secretos, y la bendición de una estricta moral

de trabajo en situaciones totalmente desesperadas.

Robinson Crusoe es el ejemplo clásico de la tesis de > Max Weber sobre la ética

religiosa de los puritanos como origen del capitalismo moderno. La relación entre

economía y religión es la clave de la novela. El puritano Defoe equipara “deuda” con

“culpa”. La bancarrota de Defoe equivale al naufragio de Robinson: todo aquello que

significó pérdida económica para el autor es el desastre moral para Robinson. Las “deudas”

de Defoe suponen la “culpa” de Robinson.

Robinson Crusoe es una de las figuras más conocidas de la literatura universal.

Todos hemos visto alguna de las películas sobre el personaje, más o menos conseguidas,

en las que un hombre insuficientemente vestido con un trozo de piel construye un montón

de cosas prácticas junto a una empalizada. Probablemente no sea ocioso recordar

brevemente el argumento: para empezar, Robinson Crusoe actúa de manera totalmente

contraria a lo que debe hacer un burgués. Se enrola en un barco en vez de disfrutar de las

bendiciones de la segura existencia de la clase media. Se convierte en un aventurero y

comerciante que hace fortuna con el tráfico de esclavos, para luego perderla toda. En lugar

de aprender de lo sucedido, Robinson vuelve a cometer la misma equivocación; después de

sanear su economía con la explotación de una plantación, realiza inversiones arriesgadas y

quiebra de nuevo. Robinson fracasa completamente como empresario, puesto que en vez de

invertir cuidadosamente sus beneficios, emplea su dinero en negocios arriesgados.

Emprende una y otra vez peligrosos viajes de negocios por el mar, en lugar de calcular

fríamente sus pasos. La infinitud del mar equivale a la desmesura de Robinson. Desde la

óptica de la ética puritana, la vida pasada de Robinson le convierte en culpable. No sólo

desacata la autoridad paterna cuando roba dinero del hogar familiar para poder hacerse a la

mar, sino que también ha incumplido el mandato divino de moderación interior y exterior.

Como castigo, el destino (Dios) le arroja a una isla desierta tras sufrir un naufragio.

Robinson es el único sobreviviente. A primera vista, en la isla no hay prácticamente nada.

Frente a la costa quedan los restos del barco. La vida de Robinson ha encallado. Pero poco

a poco comienza a comprender el sentido de su estancia en la isla. Se percata de que la

razón de su supervivencia radica en que Dios ha previsto su purificación. La isla se

convierte en el convento de un sólo hombre. Robinson reza ahora regularmente y, lo que es

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aun más importante, empieza a escribir un diario. En el registra sus pecados e inscribe sus

errores como inversiones fallidas. Robinson realiza una suerte de inventario de su vida.

Reflexiona sobre el pasado, valora su situación presente y se imagina todo lo que podría

haber ido peor. Contrapone lo positivo a lo negativo (el debe frente al haber). Se asemeja

así a un contable que, por las noches, se afana con los libros de cuentas para averiguar

cómo puede rendir más capital la empresa. Sin embargo, el “beneficio” de Robinson es de

orden epiritual: conocimiento de sí mismo y acercamiento a Dios.

Robinson fracciona metódicamente sus días. Despieza los restos del barco. Se

construye una despensa y aprende a servirse de ella con moderación. Construye

prácticamente todos los aparatos técnicos que podían encontrarse en una pequeña ciudad

inglesa a principios del siglo XVIII. El hecho de que la isla sea cada vez más civilizada y

más bella gracias a su inventiva y a su laborioso afán, lo considera una señal de que Dios

reconoce sus esfuerzos y se muestra misericordioso.

Un día, Robinson descubre una huella de pie en la playa. Más adelante, averigua

que los caníbales de la isla vecina utilizan de cuando en cuando su playa para asar allí a los

enemigos. Robinson consigue salvar a una de las víctimas. Al salvaje le llama Viernes,

como el día en que lo capturó. Para entonces, lleva veinticinco años en la isla y sigue

reconociendo la fecha en que vive.

Aunque esto último sea totalmente inverosímil, resulta fundamental para el mensaje

de la novela, puesto que el éxito de la “empresa de purificación” depende de que Robinson

no vuelva a hundirse en el océano de las infinitas posibilidades. Para que tal cosa no

suceda, está, en primer lugar, confinado en una isla ( lo que supone una limitación

espacial). En segundo lugar, el héroe se atiene estrictamente a su plan diario y lleva un

calendario (lo que le limita temporalmente). Cuando por fin logra abandonar la isla,

Robinson es capaz de determinar que su estancia allí se ha prolongado veintiocho años, dos

meses y diecinueve días.

Si se realiza una ecuación Robinson = Defoe, se obtienen los siguientes resultados:

el naufragio de Robinson equivale a la catástrofe de la bancarrota de Defoe. Los restos del

barco representan la empresa arruinada del autor. El intento de aprovechar todo lo posible

el barco hundido responde a la actitud de un quebrado ante las ruinas de su industria. Los

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parcos bienes de Robinson representan la escasez de dinero. Por último, los caníbales a los

que Robinson teme constantemente encarnan a los acreedores que le perseguían.

Robinson excedió su crédito cuando se dejó arrastrar a una vida aventurera, en

contra de los imperativos de Dios. El conocimiento de sí mismo es un paralelo al inventario

de su existencia y de su alma, que revela que durante años ha invertido en una vida

equivocada. El diario supone una relación de deudas que deben ser compensadas o un

libro de contabilidad en el que, día tras día, hace balance de su purificación moral.

Robinson expía sus culpas como Crusoe saldas sus deudas, mediante un ascetismo

intramundano (que en el caso de Robinson viene impuesto por su confinamiento en la isla),

el trabajo metódico y una autodisciplina tenaz. Robinson Crusoe describe lo que Weber

había observado: la oculta interacción entre economía y religión producida en los

comienzos del capitalismo, en el siglo XVIII. Por esta razón, las deudas de Defoe son

comparables al problema moral de la culpa. De ahí que la culpa de Robinson se asemeje a

una cuenta sin saldar.

No todos los lectores han captado la orientación puritana de Robinson: a finales del

siglo XVIII, la novela de Defoe tuvo bastantes imitadores –sobre todo, en Alemania-, que

enaltecieron la aventura en la isla por parecerse a un paraíso apartado de la civilización (la

“robinsonada”). Ciertamente, los fundadores del Club Robinson ignoraban completamente

que el nombre que les identifica nada tiene que ver con la dulce relajación y esparcimiento

de una estancia paradisíaca en una isla. No nos asemejamos a Robinson viviendo en una

isla del océano Pacífico sino en nuestra oficina. Nos parecemos a él cuando entramos

puntualmente a trabajar, cuando nos dedicamos concienzudamente a realizar nuestras tareas

y ahorramos para irnos de vacaciones y poder volver descansados al trabajo. Así pues:

“Buenas vacaciones. Se las ha ganado”.